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Aislamiento

  • Ximena Franco
  • 24 nov
  • 8 Min. de lectura

(sobre The Handmaid’s Tale, serie de televisión basada en la novela homónima de Margaret Atwood)



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…a riesgo de petrificarse, el mundo necesita un delirio renovado.

Emil Cioran


…contagiosa, de nuevo. Aislamiento dentro de mi habitación porque vivo con personas vulnerables. Para la clínica significa débiles. Mujeres —especialmente las mujeres—, niños y ancianos primero. ¿A dónde vamos primero? ¿Las que no están, a dónde fueron? Para matar las horas veo The Handmaid’s Tale por primera vez, aunque se estrenó hace casi diez años. Siempre llego tarde a las mejores series, a los libros más leídos. Llego tarde, es todo. Al trabajo llego tarde. A recoger a mi hijo de la escuela, también llego tarde. Llego tarde para ejecutar mi venganza contra los tipos de la oficina, de tal manera que mis enemigos no entienden de qué estoy hablando y le llaman resentimiento o mal humor. Si no estuvieras exhausta, pienso, ¿llegarías a tiempo?

La historia es brutal. Situada en un distópico Estados Unidos, las tasas de natalidad han caído drásticamente desde hace años. Surge y avanza un movimiento ultraconservador, sostenido por una ideología de la salvación de la especie humana y la reivindicación del supuesto mandato biológico de las mujeres: reproducirse. Finalmente, no sin una tardía y tibia oposición (los gringos, supongo, no pueden creer que sus libertades peligren en la tierra de la democracia), un golpe de Estado impone un gobierno teocrático, fascista y, naturalmente, patriarcal, soportado por un enorme aparato bélico y de vigilancia.

La ley civil es suplantada por la nueva ley religiosa. Los Comandantes, señores de la guerra, gobiernan a modo de junta militar, vigilados por Los Ojos, un aparato omnipresente de inteligencia y contrainteligencia que parece estar por encima de todos. En la nueva República, llamada Gilead, toda oposición es aplastada. Los que pueden huyen a Canadá, o Hawái, o Suecia. El mundo entero observa lo que sucede, pero aguarda… Mientras, en Gilead, cuelgan a los rebeldes en las calles, de los muros a la vista de todos. Las mujeres que no logran escapar son separadas en tres grupos: las Esposas, mujeres que pueden vivir casadas y mantener a sus hijos, si los tienen, o pueden vivir sujetas a algún hombre de su familia; las Marthas, que atienden los servicios domésticos de las casas de los comandantes; y las Criadas, mujeres que valen sólo en la medida en que aún son fértiles, pues están manchadas con la culpa de haber sido, antes de Gilead, mujeres emancipadas: trabajan, dirigen, hacen ciencia, son académicas, políticas, abortistas, lesbianas, solteras. Lo que sea. Ahora sus cuerpos están enteramente a disposición del Estado y son obligadas a vivir en la casa de un comandante cuya esposa sea infértil (la mayoría de las esposas lo son) para ser violadas cada mes, en un ritual religioso del que también toma parte la esposa del comandante, y forzadas a embarazarse, parir, amamantar y luego separarse de sus hijos, para después cambiar de casa y comenzar de nuevo el mismo ciclo reproductivo.

Antes de convertirse formalmente en Criadas, son enviadas a una especie de campo de reeducación atroz. No se tolera ninguna conducta contraria a la nueva Ley. No pueden escapar, no pueden leer (ninguna mujer puede), no pueden decir no. Su ley es la absoluta obediencia a los comandantes, al Estado y a la ley de Gilead. Sus castigos: la mutilación, los azotes, la horca; o los trabajos forzados en las Colonias, territorios envenenados por la contaminación, donde todas mueren al poco tiempo a causa de terribles enfermedades. June Osbourne, la protagonista, solía ser una de esas mujeres emancipadas. Trabajaba como editora, dejaba al hijo en la guardería (y llegaba tarde a recogerlo), salía a bailar, disfrutaba del sexo.

No logró escapar a tiempo con su familia; no termina de creer que sea posible lo que sucede, alguien hará algo al respecto, piensa. La inteligencia la secuestra y le arrebatan a su pequeña hija, Hannah, quien es entregada a la casa de un comandante, como todos los demás niños secuestrados. Entretanto, su esposo, herido, huye a Canadá. June es entregada como Criada en la casa de uno de los comandantes más influyentes, Fred Waterford, y su esposa, Serena Joy, la principal ideóloga del papel biológico de las mujeres en la nueva República (Serena solía leer y escribir libros, pero ahora lo tiene prohibido). June Osbourne pierde a su hija, su libertad, su vida y su nombre, porque las Criadas toman el nombre de su comandante, como una propiedad suya. June es convertida entonces en Offred. Y su historia, El cuento de la criada, comienza allí cuando ha perdido todo, excepto su capacidad de narrar y narrarse. The Handmaid´s Tale es la historia del camino tormentoso de ida y vuelta a sí misma. O lo que quede de ella. Eso, en la serie televisiva.

La novela ya no quiero leerla, aunque me da curiosidad saber cómo describe allí Margaret Atwood los edificios institucionales de Gilead. Saber si los piensa al estilo brutalista, o más bien como el Capitolio (me niego a pensar que Margaret Atwood pueda ser una antisoviética, pero cualquiera puede ser lo que sea, sobre todo en 1985). Habiendo visto la adaptación de la novela en pantalla, creo que ya no podría recrear mi República de Gilead, mi June Osbourne. Con esa tensión de locus interno-locus externo con la que sobrevive al filo de la demencia, como todas nosotras, supongo.

Durante el aislamiento por mi enfermedad, escuchando los ecos del mundo a través de la fiebre y de la pantalla del celular, soñé con Gilead. Avanzaba oscuramente como una nube, televisada. Y supe que nuestros ojos, adiestrados en el scrollin’ de lo trágico, no percibirían el fuego de las hogueras. Nuestra amiga, o la chica del trabajo —a la que a veces llamamos puta porque la detestamos—, o tú misma podrías tener puesta la soga al cuello: nadie lo notaría. ¿Acaso no sufrí violencia obstétrica pensando que era medicina avanzada? ¿Y no prefieren prenderse fuego las poetas afganas? Mucho menos sabríamos interpretar el peligro en la forma abstracta de los símbolos en los escudos.

Pero las últimas madrugadas —mientras el curso de mi enfermedad atraviesa por las fases de diarrea y confusión mental— he pensado que la historia, ya en su tercera temporada, se está volviendo inverosímil. Y una historia que no es creíble puede aburrir. Porque, ¿cómo, en medio de un mundo que observa, otro mundo es destruido, lentamente masacrado?, ¿cómo sería posible tanta cautela política para liberar por fin a esas mártires, a esos niños?, ¿cómo tantas reservas para ejecutar la justicia? ¿Cómo creer posible que sólo a una frontera de distancia, a una hora en vuelo de avioneta, hay luz y libertad y madres besando a sus hijas, mientras allá las cuelgan de los muros, a la vista de todos? Eso es inverosímil, me dije, sintiendo una leve náusea, quizá provocada por mi enfermedad, quizá porque lo inverosímil ya sucede hoy en todas partes, y las paredes se cierran y se derrumban sobre nosotras, ustedes, ellos, y nada sucede al respecto.

Esta vez tuve mucha fiebre. En medio de los escalofríos de los primeros días de la enfermedad, sudando y enfriándome por partes iguales durante la noche, creí que mi propia vida era un poco inverosímil también. El delirio me mantuvo aletargada dos o tres días: los días más lúcidos de la temporada. Y pensé si sería también inverosímil que un día me encuentre viviendo dentro de un coche abandonado, hablando con las ratas, más o menos contenta, como ahora. O en la República de Gilead, tuerta y sin clítoris. Pues, ¿no es verdad que la supervivencia contempla la adaptación? ¿O fue ésta una teoría conspirativa contra las mujeres y los niños? Durante la fiebre descubrí cuánto odio vivir en esta casa, lo poco que me alcanza el dinero y cómo he ido acostumbrándome a menos, soportando adaptativamente aquello que aborrezco, que me pone triste. Pensé que no es la voluntad de las mujeres lo que Gilead quiere destruir. No podrían: a pesar de toda la brutalidad, la resistencia se organiza y las mártires se convierten en bombas humanas, llevando consigo al infierno a algunos oscuros comandantes de la República. Lo que pretenden es inhabilitarnos para la indignación y la ira. Sobre todo la ira. Llevar lo inverosímil al terreno de la normalidad. Lo inaceptable al terreno de la adaptación.

A pesar de la enfermedad, confieso que durante el encierro una mujer como yo puede disfrutar el insomnio, aunque fuera mórbido, porque no tenía que angustiarme pensando en el despertador de cada mañana y la rutina insufrible. Disfruté que me dejaran la cama para mí sola, y leer por fin —cuando el malestar me daba descanso— algunas páginas de esos libros pendientes. Tonterías en general, pero necesarias para que una vida sea digna de ser vivida. ¿Qué partido político usará todavía “digna de ser vivida” como eslogan para la vida que prometen? Quizá en Canadá, o Suiza, alabado sea.

Atwood escribió la novela hace cuarenta años, cuando aún no caía el Muro de Berlín. He vivido más tiempo que esa novela y la sensación del paso del tiempo comienza a tocarme los nervios. Aunque quizá sea el aislamiento de… ¿seis, siete días? lo que me pone sentimental. Después de todo, cuarenta años no es nada. No se alcanza ni siquiera a ejecutar una buena venganza con eso. “Esperen las condiciones”, dicen desde una teoría. “Estamos avanzando”, dicen desde la otra. Anuncian que vendrán los cambios y los resultados se cosecharán dos o tres generaciones más adelante. Eso son cincuenta años, calculo. Y acostumbrada como estoy, por un lado a esperar y por otro a llegar siempre tarde, pienso que me queda tiempo. Podré verlo. Mi hijo podrá verlo. Transformarlo todo, dicen, pero democrática, ordenadamente. Nada de fuego, ni explosivos ni brigadas de ajusticiamiento. Nada de violencia. Ser la semilla de un cambio que vaya floreciendo. Postrada en la cama, un súbito golpe de entendimiento me asalta y agrava el dolor de cabeza: ser una semilla que nunca germine. Porque, ¿acaso germinar no es como explotar? Otra idea viene y ensombrece el ardoroso llamamiento de la militancia: pero la revolución ya pasó. Quizá soy yo la que me estoy poniendo anticomunista. No, no, es esta enfermedad, es esta migraña que no se apaga con ningún analgésico.

June Osbourne no supo ver a tiempo las hogueras, tampoco creyó siempre en algo como la revolución. La posibilidad de resistir, violenta y organizadamente, le viene sólo a través de un anhelo: recuperar a su hija, quien a sus casi 11 años está siendo preparada para convertirse en una niña esposa, como todas las niñas de Gilead. Salvar a su hija es la única certeza en la vida de June. La rabia por su ausencia mantiene su sangre en circulación y le dicta con claridad la estrategia. La revolución que encabeza será su venganza personal. Cuando descubro eso, en la quinta temporada de la serie, ya voy recuperándome. La fiebre ha cedido y mi apetito se acrecienta.

Luego de varios días de postración, por fin salí del aislamiento. Era ya la sexta temporada de El cuento de la criada y me dije: ¡a la vida!, intentando sobrellevar tantos sórdidos episodios de maldad y desesperanza. Aunque quizá era solamente la sensación de no tener enfermo el cuerpo. Por entonces, las mujeres de Gilead comenzaban a organizar la resistencia, armadas y resignificando para su liberación el uniforme rojo de las Criadas, ese que había sido el estigma de su castigo, de su borramiento como individuas. (Sí, podría ser que Atwood sea antisoviética). Y entendimos entonces que no todo se había perdido. Luego, la cosa se fue poniendo por fin verosímil, cuando June Osbourne comenzó a asesinar, sanguinaria y cruel. Le tomó siete años, pero logró perder la cordura. Una debe volverse loca y matar con las propias manos para recobrarse del aislamiento, para volver a desear la libertad con tanta fiereza como para matar por ella. Matar por ella, pero… ¿a quién exactamente?

Por mi parte, yo seguí yendo al trabajo, perdonando a todos. Pensé: si June puede perdonar a Serena Joy, yo puedo perdonarlas a esas pequeñas basuras por sus ofensas. Y decidí también comprarme un labial anaranjado y una bolsa de café muy bueno, aunque se me desajuste la quincena, porque sólo se vive una vez, me dije en la fila del súper, como una June Osbourne encarnada. Incluso le rechacé una invitación al tipo que me gusta —aunque ya no recuerdo cuándo fue la última vez que tuve sexo—, porque ¿acaso no aprendimos nada después de siete temporadas? Debemos entrenarnos en la escasez y el aislamiento. Otra vez es el tiempo de templar el acero. La guerra en nuestra contra avanza, se agudiza, y no se sabe cuándo tallaremos en las paredes, con nuestras propias uñas, No dejes que esos bastardos te pisoteen. Después de todo, a tan sólo trece horas de aquí en vuelo de avión, las bombas cayeron (y cayeron y cayeron…) sobre Gaza. ⚅

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[Foto: David Espino]

 
 
 

1 comentario


Irlanda
hace 3 días

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