Antropología de una necrópolis
- Vanessa Hernández
- 3 nov
- 4 Min. de lectura

“Veo cosas maravillosas”, se dice que fueron las palabras que el arqueólogo británico Howard Carter exclamó cuando descubrió la tumba de Tutankamón en el Valle de los Reyes, en 1922. Se calcula que en 3300 años nadie había entrado en la famosa tumba. El hallazgo arqueológico renovó el interés del mundo occidental por la egiptología. No era para menos: la tumba, además de sentar un precedente al revelar los ritos funerarios de un faraón, contenía 5000 objetos de valor, incluyendo una máscara funeraria y un ataúd —ambos de oro—, el ajuar funerario de un faraón, así como muebles, armas, vasijas, estatuas guardianas y muchos otros objetos que hasta el día de hoy son estudiados y asombran al mundo por igual.
A diferencia del tiempo y la naturaleza que casi devoraron la tumba de Tutankamón, en México, por el contrario, no fueron elementos sobre los que el hombre apenas tiene control los que casi borran una parte de su propia historia, sino el deseo por evangelizar y, de paso, erradicar las creencias indígenas con el fin de establecer el catolicismo como única religión. No extraña que algunas de las más importantes catedrales e iglesias de nuestro país se cimentaran sobre sitios de adoración prehispánica. El mensaje era claro: reemplazar las religiones nativas por una religión que sometiera y afianzara el control social y político en un país rico en todos sus aspectos.
Tan solo la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México se asienta sobre basamentos de pirámides mexicas. En 1991 y 1993, gracias a los trabajos de nivelación y corrección geométrica de la Catedral y el Sagrario, se descubrió la existencia de materiales como semillas de algodón, espinas de maguey y vasijas de cerámica, entre otros objetos, todos de origen prehispánico. En la actualidad, bajo la Catedral Metropolitana se localiza una Cripta Arzobispal que contiene los restos de quien fuera el primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga, así como los nombres de los 34 arzobispos que han liderado la Arquidiócesis Primada de México.
A pesar del anunciamiento que parece leerse entre ambos descubrimientos —uno funerario y el otro religioso—, ambos sitios pueden visitarse previo pago de un boleto.
En 1996, los profesores escoceses John Lennon y Malcolm Foley acuñaron el término “Turismo Oscuro” (Dark Tourism) para referirse a la práctica del turismo que visita lugares de naturaleza sórdida, como los campos de exterminio de Camboya, la Zona Cero de Nueva York o Auschwitz. Dicho de otra forma, sí, hay un amplísimo sector de turistas que, más que visitar un lugar por su belleza, busca encontrar alguna suerte de vínculo con sitios donde se ha comprobado que hubo violencia y sufrimiento. No extraña que Chernóbil sea hoy uno de los lugares más frecuentados por los turistas que, más que pretender empaparse de forma histórica, buscan experimentar en carne viva el terror de quienes vivieron una de las tragedias más grandes de la humanidad.
Pero si en algunos de los sitios previamente citados se debe tramitar una acreditación con meses de antelación, así como obedecer indicaciones —que en el caso de Chernóbil exigen con letras mayúsculas no tomar ningún objeto como souvenir, por la radiación que habría en él y que comprometería no solo al turista desobediente en turno, sino también a todo aquel que tenga el infortunio de encontrarse cerca del mentado objeto—, en la actualidad visitar dichas necrópolis no requiere demasiado papeleo.
Cada noche, dependiendo de su youtuber favorito, de polo a polo del país se puede acceder en directo a sitios que desde su imagen promocional se anticipan de naturaleza paranormal, bélica o bien fantástica, y que tienen títulos como: Conocemos La Casa Negra de la colonia Roma, Visitamos el panteón maldito de Tepatitlán, Explorando el sanatorio abandonado de la Marina, entre muchos otros de similar nomenclatura.
A la práctica de explorar edificios abandonados y/o estructuras inaccesibles se le denomina “Urbex”, es decir, Exploración Urbana (Urban Exploration). Los lugares prosaicos, más cercanos al entorno conocido, suelen ser —como los títulos bien lo anticipan— panteones, hospitales, fábricas abandonadas, túneles, edificios o casas en obra negra, hasta lugares que, por su origen o funcionalidad, resultan más bien de reciente conocimiento urbano, como residencias abandonadas de narcotraficantes y fosas comunes. Tan solo en México, hasta el 23 de abril de 2025, existían poco más de 5698 fosas comunes. Desde luego, la cifra, hay que decirlo, es una suerte de organismo vivo que se mueve cada día que una nueva fosa se descubre, lo cual sucede más a menudo de lo que nos gustaría admitir. Estamos ante las evidencias del aniquilamiento en tiempo real. De hecho, lo sé porque tengo mis exploradores favoritos: más de uno ha llegado a descubrir una escena del crimen de la que, más que testificar como explorador, ha debido atender como testigo y hacer lo que corresponde en esos casos: llamar a las autoridades competentes y, por supuesto, no alterar dicha escena.
En un país en el que honramos a nuestros muertos con gigantescas calaveras y tzompantlis —que en su origen primigenio buscaban honrar a los dioses conocidos, colocados en el corazón del país, sí, a un costado de la misma Catedral Metropolitana—, quizá como en un retroactivo acto de venganza por aquello que fuimos obligados a abandonar, no es consistente, bajo ninguna ideología, que debamos vivir entre muertos.
Si la misión de la antropología es estudiar al ser humano analizando su diversidad social, cultural y biológica para así comprender cómo se desarrolla, interactúa y transforma en las sociedades en que vive, interpretar qué ha hecho el ser humano (mexicano) con su tiempo y lo que su entorno (violencia + Estado fallido) ha hecho con él será, sin duda, la pregunta a la que se enfrentarán los futuros antropólogos. Quienes, lastimosamente, no tendrán que escarbar demasiado para encontrar las primeras osamentas, del mismo modo en que los insomnes descubrimos, junto con nuestro youtuber favorito de medianoche, los restos de alguien que, presumo, también vio en tiempo real el principio de esta necrópolis contemporánea. ⚅
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[Foto: Carlos Ortiz]







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