¡Arrancar árboles, cerrar librerías!
- Emiliano Aréstegui
- 5 may
- 7 Min. de lectura

Hace unos días, el promotor cultural Charly Feroz hizo pública una carta firmada por más de 80 personas, personas que somos o nos sentimos parte de la comunidad cultural del estado. Poco tiempo después, un compa publicó en feis una retahíla de argumentos que, para no tergiversar, traslado de manera íntegra: “primero que nada comenzaré a decir que el hecho de que abran o cierren librerías no va a generar más cultura o la va salva gurdar. Por que la cultura y el arte siempre se está creando por humanos y no. No se trata de espacios culturales la cultura. Es decir que si ponen una o cierran una o ponen más va ver más gente cultura y cultural. A y además va ver más lectores. Seamos ante todo honestos. Primero que nada los lectores ya están Ahi, siempre son o casi son los mismos. Eso lo vemos en los eventos literarios y culturales que se realizan. Ahora veámoslo así, el hecho que cierren un espacio para comprar libros no va ni disminuir ni aumentar el número de lectores. Y mucho menor que atente contra la cultura cuando la cultura abarca más que solo un puesto de libros”.
Más allá de toda pose, e intentando ser honesto, creo que el cierre de una librería es cosa triste, porque las librerías son un lugar de encuentro, y desencuentro, de hallazgos y confrontaciones, y, como es el caso de Educal Chilpancingo, es también un espacio que oferta lo que la Secretaría de Cultura nomás no. Y qué bueno, pues esto nos obliga a molestar a Elena y a organizar presentaciones a las que nadie va, pero de vez en cuando alguien se aparece. ¿Alguien ha visto alguna vez a algún Pontífice Catedrático de la Facultad de Lo Que Ustedes Gusten en alguna presentación de libro (nótese mi lenguaje patriarcal y exclusivo)? ¿Usted, caballero de pozolísticas fauces? ¿Usted, amiga con carita de chalupa, ha ido alguna vez a Educal para conocer el quehacer de los compas que andan por ahí? Lo dudo, pues siempre estamos los mismos y hay veces que ni llegamos, pero hay veces, también, que se acerca uno que otro compa que luego regresa de manera intermitente.
Pero es ahí, en las librerías, donde uno se encuentra con los otros (aquí se vería retechulo un otres); es ahí donde uno puede toparse con lo más oscuro del alma humana y también con lo más sublime. Ahí está la voz de los ancestros (qué fijación con la “o”). Y es que leer, como dice Vite, “abona a la perspectiva de vida”, sacándonos de la miseria propia y colocándonos en otras, pues al hacerlo nos arrostra a la confrontación, al diálogo, a la diferenciación. Y como dice René Rueda en palabras de alguien más: “leer le hace bien al cuerpo, aunque no nos demos cuenta”, obligándonos a ver eso que no queríamos ver, o bien que no sabíamos ver. Es un acto que nos cambia y nos confronta. Un hacer activo, en el que interactuamos con el libro. Leer no es un acto mecánico: requiere emprender un diálogo, confrontar ideas. Leer nos abruma y nos deslumbra, nos saca la cabeza del naderío de nuestra mente para llevarnos a los campos de cultivo en California, nos da cuenta de la explotación sobre los turcos en la industria farmacéutica alemana, nos deja ver a Carlos Denegri arrastrar a su sirvienta por la avenida Insurgentes, nos hace sufrir la suerte del Rey de La Habana, dejándonos morir, sin morirnos, en un basurero, convertidos en el alimento de millones de moscas.
Recuerdo que tenía unos quince años y, aunque los libros “estaban ahí” —y en este caso “ahí” era la biblioteca de la casa—, recuerdo la aventura de elegir un libro, recuerdo el llamado silente de esas cajitas de papel puestas en los estantes, me deleitaba escanciando posibilidades. Mi mamá nos llevaba a las librerías de viejo de Miguel Ángel de Quevedo y nos decía: cada quien puede escoger un libro. Recuerdo el poder que sentí cuando tuve en mis manos una edición feísima de Chin Chin el teporocho, recuerdo la portada amarilla y la caricatura de un Chin Chin percutido en la sevicia de su barrio. Recuerdo también cuando compré Crimen y castigo y comencé a enfrentarme a los rusos en plena madrugada. Mientras escribo, recuerdo la emoción que sentía al ir a pepenar libros viejos a El Vejestorio, un bazar que estaba cerca de la UPN. Recuerdo que lo primero que hice al volver a Chilpancingo fue ir a aquel lugar, y tras encontrar las puertas cerradas, sentir cierto desasosiego. La ciudad, lo supe recién llegado, había perdido algo, algo que no bullía, un lugar donde de lejos se veía que había mucho de nada, un vejestorio nomás, atendido por unos viejos muy amables que te dejaban recorrer su espacio sin andar molestando. Recuerdo que ahí compré La realidad envenenada, un librito de cuentos de terror escrito por un xalapeño barbón y mal encarado; también ahí me hice de Lenin en el futbol, de Guillermo Samperio, a quien admiré desde ese momento y para siempre. Recuerdo que Samperio llevaba barba y una risa que parecía una librería con 50% de descuento. Me hubiera gustado llevar a Gloria y a Ignamé. Porque estoy seguro de que Ignamé, en algún momento, hubiera llevado a sus amigos y quizá entonces… Leer es una invitación a leer, y una librería, más que un puesto de libros, es un surtidor de miserias, prodigios y oscuridades.
Algo se pierde, mano, cuando se pierde una librería. Algo se rompe y nace una herida, una carencia no percibida. Los libros nos enseñan a conocer a los otros y a nosotros. Nos ayudan a entenderlos y a entendernos, a sabernos iguales más allá de las diferencias. Nos enseñan a darnos cuenta de que, si una librería cierra, alguien debe buscar, en un mundo cada vez más ojete, cómo llevar comida a los suyos, cómo pagar la renta. Gracias al texto de Vite conozco el nombre de los encargados del Educal recién cerrado. Los compañeros se llaman Martha Campos y Aldair Pascual, y lo siento por ellos. Y por su librería, que de manera vital, era más suya que de nadie. Las librerías nos llevan al hontanar que mantiene a los muertos con nosotros. Leer nos permite, también, ser parte de una comunidad que habita en todo el mundo. Estoy seguro de que Martha y Adair leyeron Fahrenheit 451 y pertenecen a la comunidad de los errantes, esos que buscan un Pequod para enfrentarse al mar al que te llevan los ojos cuando le dan vida a las palabras de los muertos y de los ausentes, para, a través de la lectura, ir en busca de ese monstruo albino, mil veces arponeado, cargado de percebes, feroz e indomable, que es la tradición.
Dice mi compa que los lectores ya están ahí. Lo malo es que no nos dice dónde. Dice también que leer es como cepillarse los dientes, pero yo no sé de nadie que al cepillarse, o al pasar la escoba, de pronto se muera de risa o llore o se encabrone o se le devele algo que no había visto y que sea producido por el solo acto de cepillarse los dientes. No conozco a nadie, pero a nadie, que al pasar la escoba bajo la cama se haga de media docena de palabras; palabras coquetas como serendipia o rubicunda; palabras que, de tan serias, se vuelven juguetonas como tiquismiquis o ditirambo o Ditirambo Farfulla; palabras misteriosas, casi oscuras como criptomnesia, metempsicosis. Sería cosa buena que al barrer uno se encontrara palabras suculentas y sabrosas, como las palabras suculentas y sabrosas. Si fuera así, habría más Bepos y también más Momos.
Acá, en la Macondo de Zapata, compré —gracias a la tía Cony— El diccionario del uso del español de María Moliner a un precio irrisorio. Allá, cerca de las prepas, está la Macondo en la que mi hijo compró un libro de tradición oral por cuenta propia. Recuerdo que, llegando a casa, se puso a leer y, en algún momento, se me acercó y, con ojos de animal sorprendido, me dijo: escucha y dime si no es genial. Por esos placeres derivados, por estos recuerdos, vale la pena tener librerías en la ciudad. Aquí cabría mencionar La Mano de Cervantes, pero no conozco el lugar.
A un costado de nuestro famélico Palacio de Cultura está Educal —que Dios la guarde—, y guarde también a Elena y a Luis, pues de eso viven. Sería bueno ir pensando qué vamos a hacer si nos la cierran, para saber cómo y cuándo le haremos frente a esa Secretaría que, estoy seguro, tiene años comiendo todo menos libros. Esa Secretaría que cambió una feria del libro por un baile de porristas, esa que llama a los escritores locales a sus eventos porque puede no pagarles y porque los escritores locales, pobrecitos, están tan ávidos de micrófonos que confunden el oficio con un hobby. Espero que Secretaría esté alimentando a los artistas políticamente correctos, a los librepensadores que se indignan si llamas gorda a una gorda o pusilánime a un pusilánime.
“No es casualidad que nos estén quitando lo que un día ganamos”, dice Vite, y es evidente que nos están quitando los espacios y el derecho a reunirnos por el placer de reunirnos. Nos quieren en los bares, en las fosas, en los centros comerciales. Nos quieren muertos, homs, y si estamos vivos nos quieren comprando. No vaya a ser que un día, luego de leer Los cárteles no existen, o El derecho a la pereza, o El abuso de la memoria, nos dé por reunirnos en las librerías o en los parques, sin pretexto de vendimia, y nos dé por mandarlos al carajo con todo y su cuarta transformación: de oscuros y voraces zopilotes a cínicos cuches cuiteros.
No es casualidad, tampoco, que no haya dinero para reunir a los becarios del PECDA que están por terminar sus proyectos. ¿Para qué? ¿Para que se junten a criticar, para que tejan lazos, para que se conozcan entre ellos, para que quizá —muy quizá— aprendan a admirarse, a reconocerse? Mejor tirar el dinero en precampañas, mejor hacer una película infumable, mejor hacer un comal sin sombra, mero en medio del chapopote. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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