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Canis regius

  • Enrique Montañez
  • 28 jul
  • 2 Min. de lectura
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La fuente única de cualquier conocimiento y, por lo tanto, el criterio exclusivo de toda verdad son las sensaciones; es decir, las experiencias, los estados o las afecciones corpóreas. Este sensualismo primordial es postulado de Aristipo, fundador de la secta cirenaica, a quien Diógenes llamaba el Canis Regius.

El individuo, para Aristipo, es la medida eterna de las cosas; análogamente, no existe una verdad, sino infinitas, que devienen de cada sujeto sensiente, las cuales pueden contradecirse entre sí, variar de una persona a otra e incluso mutar en un mismo ser.

Lo anterior, de cierta manera, influyó en Epicuro de Samos, quien en su Jardín —escuela ateneísta donde se aceptaban prostitutas y esclavos— adoctrinaba que debía asumirse como una religión refalsada que el hombre estuviera sometido a voluntades divinas, pues los dioses, “en sus estancias lejanas y vidas dichosas, no son responsables ni se ocupan de los sucesos felices o desgraciados de los humanos”. El lugar donde residen las entidades supremas es la metacosmia: el espacio entre mundos, inaccesible a nosotros.

El subjetivismo absoluto de Aristipo, entonces, es consecuencia natural de un sensualismo radical. Por ende —y he aquí otro de sus axiomas filosóficos—, las ciencias y, a fortiori, las metafísicas son imposibles, debido a que los propios conceptos universales resultan inviables.

Para el nacido en Cirene en el 435 antes de nuestra era, la naturaleza del bien estriba en la inmediatez de la experiencia. Cualquiera de éstas que implique sensación o afección compromete una repercusión emotiva; y cuando se produce con un “movimiento suave”, mana el placer. A contrario sensu, con un “movimiento violento”, se manifiesta el dolor.

Y como el impulso de nuestro instinto vital —presupone Aristipo— nos compele a oponernos al dolor, pese a que los actos humanos tienen inclinación por el sufrimiento, ergo, el bien se identifica enteramente con el placer. Pero un placer en sí mismo, puro y aislado: la delectatio impoluta.

El bien —decreta Aristipo— es el fin último y absoluto. Por consiguiente, nuestra tendencia natural debe ser gozar del placer del instante y rehuir del dolor. Y en este cometido —imperativo ontológico del Perro Real—, el de vivir a plenitud, es decir, placenteramente, el momento actual sería estar actuando en el ámbito del bien supremo.

Revisionismos actuales denostan a Aristipo, pues consideran sus premisas como engendros de una sabiduría antiespiritual o, dicho sin cortapisas, animal. Y no se discute, en tanto que el propósito del sabio cirenaico consistía en retomar la naturaleza animal que también nos constituye: “retornar a la prístina sabiduría de la bestia que centra toda su vida en cada instante vivido; volver a esa inocencia animal, ajena a todo recuerdo y a toda previsión, extraña a toda construcción y a todo sistema”.

El goce del eterno presente como acto espiritual al que exhortaba Aristipo se advertía como una osadía en la Grecia de Platón y de Aristóteles. Incluso hoy implicaría un cambio de paradigma. El pasado y el futuro son espectros, sombras irreales. Ocuparse del pasado es insensato, pues ya no existe; y menos del futuro, pues no tenemos certeza de que existirá. “Sólo es nuestro el presente”, sentenciaba el Canis Regius. ⚅

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[Foto: Carlos Ortiz]

 
 
 

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