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Backstage en Acapulco

  • Ricardo del Carmen
  • hace 1 día
  • 2 Min. de lectura

Caminaba sensualmente por Las Anclas. Era domingo, poco antes de las diez de la mañana. El ambiente era cálido y había poca gente en las calles. Sólo aquellos ansiosos por bolillo con relleno o chilate o algún compromiso en la playa se levantan temprano los domingos. Yo iba a comer con mis amigos a un restaurante en Gran Plaza (o Galerías Acapulco, lo que su generación le dicte). Bajaba por la Wilfrido Massieu, caminaba tranquilo, seguro de mí mismo, dominante, provocador, simplemente cosmopolita. En mis audífonos escuchaba Ni una sola palabra, de Paulina Rubio, y cruzaba, etéreo e inalcanzable, los espejos de la Farmacia Trébol como Naomi Campbell en alguna pasarela de Victoria’s Secret. Intenté entrar a la plaza por la puerta de la calle Wilfrido Massieu, pero era demasiado temprano, la plaza no estaba abierta por ese acceso. Quise colarme por la entrada de El Portón, pero tenía cadenas en la puerta y un letrero que decía sólo personal autorizado. No hubo otra opción que ir hacia la puerta principal. Entré, subí por las escaleras eléctricas y, al salir, mi amigo me dijo: ¡aguaaas, está mojado!. No supe qué pasó, perdí el piso, un pie se fue para adelante y otro para atrás, como si fuera un compás de cinco pesos. En el momento hubiese querido incorporarme de un salto como si fuera Laganja Estranja en la temporada seis de RuPaul’s Drag Race, pero es difícil controlar la caída con el piso lleno de jabón. Con el tiempo, además, uno ya no se cae por efecto de la gravedad y del peso corporal, sino también por todos los años encima. Quedé en el piso. Mi amigo dice que levanté la mano derecha como si fuera una especie de madame, reina, princesa, o cualquier cosa aspiracionista que consideramos bonita, y que un muchacho que venía atrás —yo no lo vi— se ofreció a ayudarme. Dice que me negué. Yo creo que sí, porque tirado en el piso me sentía como un abuelo, con la posibilidad de una rodilla rota pero con la dignidad intacta. Yo puedo levantarme solo, pensaba. Me incorporé apoyado en un pilar.

—¿Te lastimaste? —preguntó mi amigo.

—No —le dije.

Otra negación de mi proximidad a la senectud, porque la verdad era que sí. Renqueé un poco, pero luego ajusté el paso. Me gustó pensar que de algo sirve hacer ejercicio. Entramos al restaurante, nos sentamos. Pedimos café para comenzar. Más tarde, la mesera preguntó si nos hacía falta algo.

—Sí —dije—, vergüenza. ⚅

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[Foto: Carlos Ortiz]

 
 
 

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