Cazador o venado: ¿quién mira a quién?
- Marlan Valverde
- 15 sept
- 3 Min. de lectura

En lengua el gamito recibe el rocío, así le hace con la negra nariz, y en la mera punta lo recibe. Y le sabe a aguamiel, y a aguardiente, y a mezcla le sabe.
Y más adentro le sabe a muslos que se ríen a carcajadas, a ojos negros de mujeres negras, a luna derramada en rama de almendro. Le sabe a río corriendo en de repente, y a maguey le sabe.
Y más adentro también le sabe, y casi le cierra los ojos, y casi lo deja dormido.
Son las primeras tres estrofas con las que comienza el poema Diez Mil Venados, de Emiliano Aréstegui Manzano. Su obra, de título original Diez Mil Venados o Primero el Mar, fue ganadora del Premio Internacional de Poesía “Gilberto Owen” en 2011. En esta segunda edición se separa de su poema hermano Maldonado, para ser editado por Lengua de Brasa.
El venado se mueve en el verso con la elegancia innata con la que se movería en el bosque; busca en la palabra esa danza perpetua con la que participa en su entorno. El poeta lanza imágenes, sonidos, olores, texturas y sabores, invitando al lector a un juego sensorial permanente mientras crea el poema.
Allí también está la naturaleza, mostrando el entorno en su cotidianidad silvestre: el cerdo que espera bravo y brioso, el puma que besa el agua que bebe, los lagartos que beben los restos de serotonina del río o los diálogos de los mosquitos. Se mastican las palabras como aforismos folclóricos que buscan en el significado una respuesta a esa voz que resuena en el monte, queriendo no volver nunca o no irse jamás.
En el monte va y viene, palabras que son voces, en las hormigas que limpian los cuartos de un caballo, en los macacos que miran prendidos de los nervios, sorbiendo serotonina y escupiéndola al río, a los lagartos negros de enorme hocico dentado que empujan todo y todo lo sangran.
A propósito del cazador: qué figura tan imponente, tan frágil, tan llena de contradicciones. En la literatura se le atribuye el papel antagónico de facto, porque en su romántica mayoría simboliza el conflicto con la naturaleza, la persecución, el daño, el arrebato de la vida. Villanos perfectos para los cuentos infantiles o para los poetas refraneros. Sin embargo, aquí la poesía no camina de puntillas al borde del significado: al contrario, se sumerge por completo.
Es quizás esta figura la que impregna de misterio el poema, pero el cazador está ahí también, para mirarse de cara con el destino, una o diez mil veces. Se escucha el rumor del agua, cesan los zumbidos de los mosquitos, los reptiles se sumergen en el agua y los felinos hace rato se alejaron del zacate que el ciervo tiene entre los dientes: se lanza la flecha.
En la contraportada se pregunta: ¿quién mira a quién? ¿El cazador al venado o el venado huyendo? Pero es el ciclo de la vida quien los mira a los dos. De acuerdo con la mitología de los pueblos wixaritari, cazador y presa se vuelven uno mismo. No hay papeles antagónicos, no hay víctimas: lo que hay es un reflejo vivo de la sinergia que posee nuestro mundo natural.
¿O no es posible representar ese ciclo vital en nuestra condición humana? Si somos parte del mismo. Somos seres cíclicos que, a lo largo de nuestra vida en este plano terrenal, nos corresponderá apuntar y lanzar flechas, como el cazador, o soñar que volamos aunque solo vayamos corriendo, como la presa. ⚅
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[Foto: Paul Medrano]







Otra mirada, cercana a la vida y a sus ciclos que la modernidad teme