Se fue sin pagarnos la renta de año y medio. Nada extraño para esos francocanadienses que suelen buscar los paradisiacos lugares del tercer mundo donde el dólar les rinde más, regatean todo y nunca dejan propina.
Susa tenía 72 años. Se quedaba en la casa entre cuatro y seis meses. Rentaba la parte de arriba de la casa de mi madre en Acapulco, con vista al mar, y dos terrazas. En la primera ola de covid no fue fácil que regresara a su país. Aeroméxico le canceló el vuelo sin avisarle y los canadienses que estaban en la misma situación fueron a protestar a la embajada que hay en el puerto. No tuvieron tanta suerte. Las embajadas funcionan con burocracias pequeñas y torpes. Compró un nuevo vuelo que le costó más de mil dólares. Por la edad ella pagaba un seguro médico internacional bastante caro. Eso nos dijo.
La última vez que la vi estaba asustada. No sabía aún si podría regresar o no a Quebec. Debía hacerlo porque después de los seis meses ausente tendría problemas con el pago de su pensión. También dijo que si moría por covid prefería hacerlo en Acapulco, rodeada de gente, que en su país, sola y muerta de frío. Las temperaturas son de -25° y los costos de la calefacción son tremendos.
Por fin se fue. Debía pasar una noche en la Ciudad de México para abordar uno de los pocos vuelos disponibles. En el elevador del aeropuerto ella y varias personas más fueron asaltadas. Les quitaron tarjetas, efectivo y pasaportes. Había varios canadienses con ella y, de nuevo, llamaron a la embajada para resolver el abordaje. Con una copia de su pasaporte pudo llegar a su casa.
En el puerto había dejado muebles, ropa —una serie de batas con telas estampadas que venden en la playa a unos cien pesos, todas idénticas—, y un año después, al ver que no avisaba de su llegada logré comunicarme. Me dijo que no regresaría más. Que su seguro médico era más caro todavía. Debido a su avanzada edad le daba miedo que le volviera a pasar algo (se habían metido a la casa de una de sus amigas del puerto, canadiense igual, mientras dormía y le robaron todo; había sido alguien del personal de la casa que rentaba). Le pregunté del dinero que debía. Dijo que no era así, que ella no debía nada. En todo caso, podíamos vender los muebles que había dejado. Ahí terminó la cosa. Ir a Quebec a cobrarle habría salido más caro sin duda. Sus muebles y ropa los tiramos. No servían de mucho.
Llevaba nueve años consecutivos quedándose en la casa. Al inicio era muy fiestera y siempre tenía a un novio local menor que ella unos cuarenta años. Llevaba gente con guitarra una que otra noche y cantaban. Muchos de sus amigos eran de su misma ciudad además de gente local, de la playa. Terminó con ese novio —moreno, musculoso— porque se enteró que ya era padre de una nena y se había casado. El dinero que ella le daba era para su familia.
Alta, cabello castaño, voz muy grave; manos y pies muy grandes. Nunca me lo hubiera imaginado aunque las señales estaban ahí. Un día, hace un par de años, me dijo que quería hablar conmigo. Me mostró un blog donde aparecían imágenes de ella muy joven. Era muy parecida a Brigitte Bardot con la melena rubia elevada en las alturas, delineador pronunciado, curvílinea, y con poca ropa. Hizo cabaret muchos años para poderse pagar la operación. Se negó a usar implantes.
Hizo el camino largo y difícil: las hormonas, las citas con psicólogos, los viajes a Nueva York cada año donde la cirugía tenía mejor reputación que en Canadá, que estaba en fase experimental aún. Fue una pionera. Se fue de su casa a los diecinueve. La madre siempre la aceptó. El padre no. A partir de ahí los vería muy poco. En una entrevista que le hicieron dijo que las personas tenían derecho a ser lo que quisieran, así fuera una flor o un árbol.
Cuando logró la transformación total, física, de hombre a mujer porque siempre lo fue —mujer, quiero decir—, decidió estudiar enfermería, profesión de la que se jubilaría y le permitiría viajar. Por los menos los últimos diez años ella y un grupo de amigos y vecinos pasaban la mitad del año entre Puerto Escondido y Acapulco. Fue alguna vez a Cancún pero no le gustó mucho. Le gustaba el sentido de ciudad del puerto, el ruido, las fiestas en la playa en la tarde. Hasta que, claro, también le tocó ver la transformación: las calles solas en la noche, la falta de transporte, las olas de violencia que subían hasta la comodidad de su recámara.
Le ayudaba una muchacha, con la que iba al súper. Hablaba muy poco español. Tampoco le interesaba mucho aprender. Sus amigos locales hablaban inglés básico y los demás hablaban francés. No necesitaba mucho: mariguana, cerveza y comida. 72 años y tenía más energía que mucha gente que conozco. Fumaba tanto que el humo bajaba a la parte donde vivía mi mamá, quien juraba que andaba grooby por contacto.
Como muchos extranjeros, Susa comía poco afuera, y tomaba taxis sólo lo necesario. Usaba el transporte público y si algún chofer —de la ruta donde muchos de ellos aparecían sin cabeza a un par de kilómetros de la casa por no pagar la cuota de piso o por represalias del cártel contrario— le cobraba un peso extra, se ponía a gritarle que abusaban de ella por ser mujer y mayor y se bajaba ahí mismo del camión. Se sentía poderosa siempre que ganaba la batalla por el ahorro. Por defenderse en un país que no era el suyo. O por gritar solamente.
En las noticias había salido una pareja de ancianos canadienses que fueron a Aca a suicidarse.
Así como los spring breakers van a Cancún (ahora es Puerto Vallarta porque Cancún se declaró zona de riesgo por la violencia) a destrozar y vivir la fiesta intensa antes de regresar a sus horarios de campus universitarios y rutinas, ciertos turistas van a Acapulco a morir. Y los que deciden huir de “la máquina”, alias el Estado, y formaron una comuna criptoanarquista. Uno de ellos, John Galton, fue abatido a tiros por la policía porque se puso a cultivar y vender mariguana en una colonia popular del puerto. Creyó que tenía inmunidad ante los cárteles por su pasaporte norteamericano. Tenía poco más de veinte años. Había huido de Estados Unidos por promover el uso de la mariguana.
Él y su novia eran los protagonistas de un documental que filmaba Todd Schramke llamado Staless: “Apátrida es un próximo documental sobre una comunidad de criptoanarquistas que emigran a Acapulco, una ciudad recientemente clasificada como la cuarta más peligrosa del mundo, para escapar de los poderes de los Estados-Nación. Pero varios años en el movimiento, el grupo se desvía hacia diferentes visiones de la libertad”, se puede ver un adelanto en Vimeo[1] pero no he conseguido ver el documental completo, si es que se realizó del todo. Según veo, aparece en un sitio con fecha de 2020. Pero no hay reseñas, nada. Hay links donde al parecer hay una campaña de financiamiento del documental mismo.
Lo que se logra apreciar en ese fragmento de proyecto es que hay unas conferencias sobre bitcoins en el puerto y que se vincula con un grupo que practica la vida en anarquismo (en un hotel de varias estrellas, por qué no). Una fantasía que supera esos sueños de vivir en una isla lejos del orden y caos de las ciudades, del control y del dinero.
En plena pandemia estaba en una playa casi vacía cerca de mi casa. Y apareció un inglés, mediana edad, alto, rubio, en forma; se sentó a mi lado. No a ligar como pensé —o no me di cuenta— y me contó que rentaba un cuarto en una casa cerca, él amaba Acapulco no por la playa, el calor, y todo eso, sino por barato. Cuando se le vencía la visa de turista, a los seis meses, viajaba a Guatemala donde se quedaba una semana y regresaba al país con otros seis meses más de permiso.
No recuerdo de qué vivía pero el patrón era el mismo: Acapulco es el lugar más barato para vivir (no quise decirle que Bolivia o Nicaragua podrían superar esa promoción). Tampoco comía nunca fuera. Se sorprendió de que yo fuera a comer a un restaurante. Le dije que al día siguiente iría a la playa tal y respondió: oh, ahí no voy. Yo: claro, hay mucha gente a veces. Él: no, no hay sombra gratis (no shade for free). Me quedé impactada. Aún me buscó un par de veces, incluso cuando pasó a la Ciudad de México antes de viajar, y no pude verlo. Me perdí de una historia fascinante, seguro.
En los años cincuenta el puerto era el lugar del glamour, de Sinatra y su casa con helipuerto privado y palmeras en la punta de una montaña con vista al mar. La playa de la luna de miel de los Kennedy.
Víctor Hugo Viscarra, boliviano, cuenta en Borracho estaba, pero me acuerdo de unos sitios clandestinos en el centro de La Paz donde los alcohólicos iban a beber y pasar sus últimos días, se llamaban “Cementerios de elefantes”. Acapulco, el cuarto lugar más peligroso del mundo, es justo eso: un sitio donde ir a morir. O, en su defecto, irse sin pagar la cuenta.⚅
[Foto: Carlos Ortiz}
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*Este texto también fue publicado en Casa del tiempo, época VI, número 3
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