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Como ese amigo que casi no ves

  • Mauricio Abarca
  • 9 jun
  • 4 Min. de lectura

En la prepa leí, por gusto, La tumba de José Agustín y encontré que no se parecía a ningún otro que hubiera leído, aunque tampoco es que haya leído mucho. ¿Verdad?

Me acuerdo de que lo primero que llamó mi atención fue el habla del protagonista. Usaba expresiones como “estúpido good old boy”, además de un ácido sentido del humor, juegos de palabras que rozaban el ojo con sus Queta Jones y sentencias categóricas como la de esa chica “hípster” que se encuentra en una tienda de discos. A mis 17 años pensaba que eso del hipster era algo dosmilero, y voy descubriendo que alguien en los años 60 ya usaba esa palabra. Ahora sé que se usa desde los 40.

Sentí la fruición causada por la lectura. El escritor usaba un lenguaje que me hablaba directo, sin rodeos, sin moralina. ¡Y el protagonista y yo estábamos en sintonía! Ese fastidio adolescente, esa flojera existencial, esa sensación de que no encajas ni quieres encajar. Encontré honestidad en ese libro.

Me lo eché de una sentada y convencí a Pablo, Rafa y Pepe, mis amigos, de leerlo. Quizá por eso, en la prepa, nosotros éramos los otros. Estaba el resto de la escuela y nosotros, que hasta ese entonces solo nos compartíamos música —de los Beatles, de Gorillaz—, los que veíamos Naranja mecánica y Pulp Fiction. Lo que nos interesaba era compartir experiencias que no tuvieran que ver con la vida alrededor. Pero no pasaba eso con La tumba: esa impresión de cotidianidad, eso de ser joven, se volvía interesante.

Cuando me mudé a la Ciudad de México para estudiar producción musical, comencé a leer De perfil, la segunda novela de José Agustín. Yo estaba en otra etapa: tenía 20 años, era foráneo, me la pasaba solo. Y entonces me di cuenta: el narrador caminaba las mismas calles que yo: Amores, Manuel Toussaint, la Narvarte… Yo no era un clasemediero como lo es el protagonista, pero por ahí andaba. Recuerdo que iba leyendo en el pesero, justo pasando por la Amores, y de repente el narrador menciona la calle. Me reí y la gente me volteó a ver. Y yo con ganas de decirles: ¡No saben qué coincidencia!

Esas experiencias hacen que un libro se te quede tatuado. Más que leer una historia, la transité, la viví. De perfil fue un mapa. De pronto ese caos vial, la gente de la ciudad, cobraba otro sentido. Ya no me sentía un extraño y me hacía sentido la vida de los personajes. Todo era una ficción, pero sabía que estaba leyendo la aventura de alguien que había transitado por ahí.

Leer De perfil me provocaba: quería tener ese tipo de aventuras, formar una banda, enamorarme de una cantante de otra —como el personaje lo hace—. Eso me calaba, porque yo era el típico estudiante que andaba solo en la ciudad, que casi no tenía amigos. Era, pues, un estúpido good old boy.

Tuve mis primeras bandas, SNSTRM, Alter Kuti, hicimos música y salimos a tocar con otras bandas, y creé mis propias aventuras, como si leer De perfil, o escuchar tal música y ver tales películas, fueran el portal a un mundo que cambiará para siempre el mundo de los hechos, el mundo que nos consta.

En el 2016, mientras leía De perfil, se cumplían 50 años de su publicación. Y tendría un homenaje en Bellas Artes, con José Agustín presente. Estábamos en la fila para entrar cuando una señora me preguntó:

—¿Qué va a haber aquí?

Y yo:

—Un homenaje a José Agustín.

Y ella:

—¡Mi esposo es su fan!

Le marcó de inmediato:

—Viejo, vente a Bellas Artes, le van a hacer un homenaje a… ¡José José!

Y yo, con la cara hinchada de pena:

—No, señora, no es José José… es José Agustín.

La señora se quedó en la fila. Supongo que por pena.

Y entonces llega José Agustín: vestido con un traje blanco, una camisa rosa. Lo ayudaban a caminar. Sé y no sé por qué, pero yo lo esperaba joven y alto.

El que sí es alto es Juan Villoro, que entró saludando a todos y que dio una intervención que recuerdo con mucho cariño. No habló como crítico literario ni como académico. Habló como lector. Dijo que en la secundaria no leía nada hasta que un amigo le pasó La tumba. Y que luego leyó De perfil mientras vivía en la Del Valle, y que él también transitaba las calles mencionadas en el libro. Entendí que la experiencia que tuve era una experiencia colectiva y que no solo tenía que ver con la generación de La Onda. Villoro reconoció que José Agustín era un autor iniciático, pero que había que reconocerlo no solo como escritor de La Onda —que definía como los que integran la contracultura en su literatura, no solo como un contenido obvio, sino como un recurso que transformó la literatura con códigos diferentes—, y que más allá de eso, José Agustín era original y parte de las vanguardias literarias.

A partir de ahí busqué más autores de esa época: Gustavo Sainz con Gazapo, Parménides García Saldaña con Pasto verde. Cuando mencioné Pasto verde a unos amigos de Filosofía y Letras de la UNAM, me dijeron:

—¿Es cierto que si lees Pasto verde te baja el coeficiente intelectual?

Ese comentario, además de pretencioso, me pareció que repetía prejuicios literarios: como si hubiera una “alta literatura” y una “baja literatura”. Como si los libros que disfrutas no pudieran ser también los que transforman.

Después de la muerte de José Agustín fui a algunos de sus homenajes, como el que se hizo en Los Pinos el año pasado, donde tocaron La Barranca, Belafonte Sensacional y Diles Que No Me Maten. Y lo que me sorprendió fue la cantidad de gente y las diferentes edades. Incluso gente más joven que yo. Eso me confirmó que leer a José Agustín no es una experiencia generacional. Es más bien una experiencia de edad. Y si lo leés joven, en ese momento en que te estás preguntando quién sos y qué vas a hacer con tu vida, adquiere sentido absolutamente romántico y se queda con vos. Te acompaña, como un amigo al que ya casi no ves. ⚅

[Foto: Carlos Ortiz]

 
 
 

2 Comments

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Guest
Jun 10
Rated 5 out of 5 stars.

Que bella descripción de cuando uno lee "la tumba"

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Poeta Pale
Jun 09
Rated 5 out of 5 stars.

Excelente relato para la vida

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