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Luis Palma de Jesús

De sombras y payasos

[Para Hanna, con todo mi amor]


La ternura es una palabra que entendí en profundidad cuando me adentré a la obra de Raymond Carver. Sus personajes solitarios, perdedores y sufridos me hicieron reflexionar en torno a lo que se vive en casa, en el hogar, en familia. En pocas palabras: en aquello que nos sucede todos los días.

Recuerdo cuando mis hermanas mayores recibieron, cada una, un payaso. Los Reyes Magos se los habían traído de regalo. Estaban vestidos con un traje azul con rojo. Su cabello crispado de colores les daba un toque tenebroso. Debo confesar que fui el primero en tener miedo. En ese entonces estaba de moda Eso, la película basada en la novela del gran Stephen King. (¿Será que desde su estreno, en 1990, se presagiaba la niebla del terror que estaba por vivir?).

La escena en donde uno de los personajes se encuentra en el baño me marcó por mucho tiempo. Tenía miedo de cerrar los ojos cuando me caía agua sobre los hombros. Sentía que unas manos o unas garras como de ave me tomarían por el pie y me jalarían a la alcantarilla. La imagen de ese payaso se mantuvo indeleble gran parte de mi infancia. No quería irse. Hasta que el recuerdo de esos payasos (los regalos de mis hermanas) regresó a mí.

A los siete años conocí por primera vez el circo. Plantaban una enorme carpa frente al Parque Papagayo (donde ahora está el Home Depot) y una enorme fila de familias esperaba su turno para entrar. Iba con mis hermanas, mi papá y mi mamá. Recuerdo que había animales que saltaban obstáculos, magos que hacían trucos y payasos que daban una truculenta demostración de cómo se podía hacer levitar una caldera con una niña sin piernas. Aquellas visitas al circo quedaron en mi memoria como una mancha imborrable, así como el miedo que le tenía a los payasos.

Muchos años después, cuando subí al camión del transporte público, aquellas imágenes vívidas se presentaron en mi mente cuando vi a un payaso que se subió a contar chistes. Yo llevaba en brazos a mi hija (cómo le gusta pasear en la calle y ver a las personas) y mi esposa estaba a mi lado. Por un momento el tiempo se detuvo: recordé al niño que les temía a los payasos de mis hermanas y al niño que se bañaba rápido en la regadera para no ser sorprendido por algo sobrenatural.

Pensé que algo dentro de mí se iba a estrujar. Pensé que en cualquier momento ese payaso iba a caminar como militar o iba a mostrar su dentadura de piraña; pero algo dentro de mí se calmó.

Cuando el payaso comenzó a hablar mi hija lo regresó a ver. Le puso demasiada atención que dejó caer la sonaja que traía en las manos. Analizó el semblante del hombre pintado: lo miró como queriendo saber quién era la persona escondida tras el maquillaje. Pero no hizo nada más. Durante los poco menos de cinco minutos nunca le quitó la vista. Estuvo al pendiente de cada gesto, de cada ademán, de cada detalle. Pienso que ella sabía la respuesta.

Cuando terminó de pasar a los lugares por su moneda, mi hija lo miró y le sonrió. En ese momento pensé cómo es que una bebé le pudo haber sonreído a algo que durante mucho tiempo yo odié y temí. Me pregunté cómo es posible que ella hubiera descubierto el secreto que a mí me tomó muchos años comprender: que se necesita un poco de inocencia para adoptar los demonios escondidos en las profundidades del alma.

En Catedral, de Raymond Carver, hay un cuento homónimo que le da título al libro. El personaje-narrador, el marido, es una hombre incrédulo, celoso, incapaz de poder apreciar los destellos sutiles de belleza que nos da la vida. Esa tarde, en el transporte, sentí que mi hija era Robert: me mostraba que al cerrar los ojos y mirar hacia adentro uno puede calmar los huracanes, las sombras, los payasos que se ríen de uno, y que basta una mirada, un abrazo, una sonrisa para apagar la llama de aquel terror centrífugo.

Estas palabras son para ella, por mostrarme mi ceguera y mi capacidad de volver a ver.⚅

[Foto: Carlos Ortiz]

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