Desvaríos sobre la Tarántula Dormida
- Víctor Trigo
- 27 oct
- 3 Min. de lectura

He visto a las mejores mentes de mi generación
destruidas por la locura,
histéricos famélicos muertos de hambre
arrastrándose por las calles,
negros al amanecer buscando una dosis furiosa,
cabezas de ángel abrasadas por la antigua conexión
celestial al dinamo estrellado
de la maquinaria de la noche
ALLEN GINSBERG - Aullido
Enrocado en los lugares comunes de la nostalgia, escribo, me dejo ir, le robo al olvido la telaraña que me toca. Veinticinco años después el mar sigue ahí y las personas aún no caminan de espaldas, supongo. Veinticinco años después, la Tarántula Dormida sigue ahí, tejiendo historias al fondo de un Chilpancingo obscenamente enfermo de realidad. Después de un cuarto de siglo, sus criaturas siguen buscando el camino que los regrese a casa: experimentan, crean, buscan, siempre del lado equivocado, que ha resultado ser el menos aburrido, supongo.
Porque la literatura —esa coartada inútil y filosa— no nos hizo millonarios, pero nos enseñó a masticar la vida con ironía. Nos arruinó, nos salvó, nos hizo mejores y peores al mismo tiempo.
Afuera todo cambió: gobiernos, bares, amantes, casas derrumbadas por temblores (en mi caso fui secuestrado por el ajedrez). Adentro, en el corazón de este colectivo improbable, lo único que envejeció fue la piel; las palabras, esas malnacidas, que se afilaron como navajas oxidadas en algún recuerdo y que todavía sirven para abrir una botella de dragón verde en la caverna del Demon.
Éramos jóvenes —o creíamos serlo— cuando la Tarántula comenzó a tejer su telaraña invisible: Carlos Ortiz con su terquedad de fundador y escribiendo poemas ebrios y de concreto; Erick Escobedo, el Demon, que escribía poemas como si invocara demonios domésticos; Paul Medrano, narrador de sombras y delirios; Ulber Sánchez, con su poesía de cuchillada breve; Luis Luna, el Bofo; Kosobi, el Mameyin; Cirino, Fredy y tantos otros que, como yo, nos perdimos en el humo espeso de los años. Algunos publicaron libros, ganaron premios, fundaron editoriales. Otros se conformaron con ser leyendas de bar, más vivos en las anécdotas que en las fotos.
La Tarántula no sólo ha sido literatura: fue fiesta interminable, exceso, amor y despecho con olor a mezcal barato y jazz de fondo. Aprendimos que se podía escribir con una copa en la mano, que el humo era parte del estilo, que la poesía era la única forma de entendernos en un pueblo que parecía no entender nada. Éramos una generación beat, pero sin Nueva York ni San Francisco; teníamos Chilpancingo, con su calor pegajoso, su violencia absurda y su gente que nunca se enteró de que entre ellos habitaba una pandilla de locos con vocación literaria.
Hoy, a los veinticinco años, descubrimos que seguimos siendo los mismos, pero más viejos, más cansados, más sabios en nuestra torpeza. Y que la Tarántula, contra todo pronóstico, sigue viva; quizás porque entendimos que la literatura no era un oficio ni un pasatiempo, sino una manera de resistir al olvido. Porque en cada reseña real o imaginaria, en cada cuento imposible, en cada poema escrito en servilleta, hemos encontrado un refugio contra la muerte.
“No me preguntes cómo pasa el tiempo”, pero hay algo que no cambia: ese eco absurdo y melancólico de sabernos parte de una hermandad literaria que, como en las películas de Jarmusch, sólo sobrevive a fuerza de ironía, café y cigarrillos, y la certeza de que todo esto, al final, no sirve para nada. Y precisamente por eso, lo vale todo. ⚅
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[Foto: Paul Medrano]







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