Dos personas
- Adriana Ventura
- hace 4 días
- 2 Min. de lectura

Yo te pienso, César
No compartimos lazos sanguíneos, no tuvimos una relación estrecha. Sabía poco de su vida. Por alguna razón nuestros caminos se cruzaron en el 2017. Era un profesor de literatura, supe un poco más al acceder a sus redes sociales. Era de carácter más bien arisco y una vez, en un intercambio de regalos, me obsequió una taza con un colibrí impreso. Discutíamos con frecuencia, porque no congeniábamos en nuestros intereses lectores. Yo trataba de ser irónica y me divertía con su formalismo. No sé si él también jugaba. Tenía el pelo lluvioso de canas. Un día llegó emocionado a la escuela porque había descubierto Spotify. Vivía en Chalco y una de sus hermanas también entró a trabajar en el plantel; parecían gemelos. Hacíamos planeaciones en equipo, era amable. César era amable. Me cedió su turno algunas veces. Supe que era poeta porque llevaba un libro de Eduardo Lizalde bajo el brazo cuando lo conocí. Leía mucho y sabía de todo. Me obsequió el libro que había escrito y de pronto también lo topaba en las tertulias de poesía que brotan por la ciudad. Murió un día antes de que mi papá ingresara al hospital. Murieron por la misma causa. Su papá también. Lo dijo en una de las juntas virtuales que alcanzamos a tener. Tuvimos una amistad que merecía más años, lo pienso seguido.
Doña Felipa
Una señora morena y china de la costa que era quien dirigía las cocinas colectivas en cada evento del pueblo. Si había bodas: doña Felipa. Si cabos de año: doña Felipa. Su comida llegó a mi boca por culpa de la muerte, cuando papá murió y en cada ceremonia venía a cocinar las enormes ollas de arroz. También para recordar a mi abuela vino. Y con el tiempo nos acostumbramos a hablar de su sazón, porque era suyo, con su toque, su estilo. Un arroz blanco, con cilantro y esa caricia de frescura que quién sabe si le daba la manteca o los demás condimentos. En la costa la muerte se conmemora con más muerte, pensé una vez. Pero es una muerte festiva, de grandes comilonas, de encuentros y abrazos inesperados. Son tristes los entierros, las novenas, las misas por el año, los tres años y los cinco. La congoja se aligera después del trajín, cuando una se sienta a probar la barbacoa. Ahí entraba en escena el toque de doña Felipa. Parece que su misión era recordarnos la algarabía de estar vivos. La saludé algunas veces, le llevé recuerdos algunas veces. Pero mi hijo es quien resintió su muerte y cuando se enteró de su partida, con esta frase lapidó el tiempo: si ella está muerta, nunca más su arroz en el mundo. Lo hemos intentado: tía Delfina, mi madre y yo, pero no logramos llegar al suyo. Hasta discutimos preguntándonos por el ingrediente que quizá nos falta, las cantidades. Tiene razón el hijo: un arroz como el suyo, jamás de nuevo. Aquí la recordamos, no por la historia compartida, no por el parentesco. Le ponemos un lugar en la ofrenda porque la vida nos hizo coincidir en el pueblo, y el curso del tiempo nos trajo su sazón a la cocina. ⚅
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[Foto: Carlos Ortiz]
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