El fracaso de los enterradores
- Lydiette Carrión
- hace 11 horas
- 2 Min. de lectura

Hay un cuento de hadas sobre una joven muy pobre y muy bella, sola en el mundo, que se ve asediada por un hombre. Ella tiene un hermoso cabello rubio, y desesperada por quitarse al hombre de encima, le obsequia un mechón.
Él cree que es oro de verdad. No se da cuenta de que el obsequio era más bien espiritual. Trata de vender el mechón en el mercado, y la gente se burla de él. En un arranque de ira, regresa con la joven, la asesina cobardemente y la entierra junto al río.
Nadie sabe qué le pasó a la joven ni dónde se encuentra. A muy pocos parece importarles. Pero su delicado cabello no para de crecer. Crece y crece bajo la tierra, hasta emerger en forma de carrizos.
Los pastores usan aquellos carrizos para hacerse flautas, pero cuando las soplan, un murmullo —una voz— narra la historia: "Aquí yace el cuerpo de la bella, cobardemente asesinada".
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Hay otra historia parecida, firmada por los hermanos Grimm: un niño pequeño asesinado por su madrastra. Una parte de sus restos es servida en la comida del padre y la hermanita; otra, enterrada bajo un árbol. Cada noche, un gorrión se posa en las ramas y canta: "Mi madre me mató".
La verdad puede enterrarse. Pero siempre resurge, convertida en algo más. En lo que se convierta al salir, depende de los que estamos arriba, en la tierra, no en el inframundo.
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Los mayas y nahuas tenían ideas similares sobre la muerte: el cuerpo se deshacía, volviendo a su origen —el maíz, la tierra—. Las múltiples almas que animaban a esa persona (la idea de un alma única es occidental; en Mesoamérica cada ser era un mosaico de alientos y esencias) regresaban a sus fuentes: lo divino, a los dioses; lo animal, a su naturaleza; lo demoníaco, a lo suyo. Y el aspecto humano descendía al inframundo.
Inframundo
Allí, esa alma se despojaba de sus recuerdos. Algunos dicen que el olvido llegaba con tormentos; otros, mediante travesías larguísimas, odiséicas.
Durante el viaje, algo la sostenía: sus deudos. Los vivos, pues —como en el hinduismo—, los mesoamericanos creían que el lugar para cambiar el rumbo no era el cielo ni el inframundo, sino este intermedio.
Los familiares rezaban, realizaban rituales o enviaban energía al difunto. Solo ellos podían ayudarle a conservar fragmentos de memoria.
Volver
Tras un tiempo, esa alma —ya una semilla, un ser nuevo— estaba lista para ascender. Renacía sin recuerdos, o con algunos, si había acumulado suficiente energía, y se fundía con el sol, con lo más luminoso de lo divino. Allí esperaba volver a nacer.
"Nos quisieron enterrar, pero no sabían que somos semilla". ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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