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El orden de las cosas y II

  • Flor Venalonso Neri
  • 1 sept
  • 5 Min. de lectura
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Tres.

L me habló por teléfono llorando porque su casa se había incendiado.

Durante la pandemia de COVID-19 nos fue restringida la salida a ciertos lugares y en la universidad nos dijeron que debíamos estar en casa. En ese tiempo yo estaba en segundo año de la maestría. Regresé a casa de mis padres —la renta en la ciudad era algo que no podía pagar si la beca se acabara.

En ese tiempo, L acabó su carrera y empezó a trabajar cerca de mi comunidad, así que iba y venía, a veces se quedaba a dormir en casa cuando se le hacía muy tarde para volver a su pueblo, a casa de su madre. Así comenzamos a unirnos cada vez más. Platicábamos de cosas personales y se convirtió en una gran amiga. Tanto que en el pueblo decían que parecíamos pareja.

L me mandó fotos de cómo había quedado la casa de su madre después del incendio, todo se había perdido. Su mamá estaba destrozada. La pérdida representaba todos sus años de trabajo. Lo que más apreciaba: todos sus recuerdos familiares (fotografías, documentos oficiales, cartas). En ese momento yo no comprendía la magnitud del asunto. Pues en estos casos lo único que uno dice es “al menos no hubo pérdidas humanas”, “sólo son cosas materiales” o “lo material va y viene”, etcétera.

Cuando fui a verla me acompañó mi hermana, no sabía qué hacer. La abracé y le dije que estábamos ahí para ayudarle a levantar todo. Pero un vistazo al interior nos demostraba que no había nada que salvar, todo estaba perdido. No quedó ni una cobija, ni dónde sentarse. Ella nos contaba todo mientras su mamá lloraba. Fue ahí donde comprendí que las palabras pierden significado si son dichas sin conocimiento de la realidad. Las palabras, por algo, cumplen un papel de significación. El orden correcto de ellas en una frase revela la esencia de las cosas.

L es una mujer fuerte cuando se trata de resolver cosas. Su actitud llena de fortaleza es algo que admiro. Cuando nos despedimos la abracé y le prometí que volvería con ropa y algunas cosas más, que estaría al pendiente para todo lo que necesitaran. Ella sonrió y me dijo: “Tú y yo crecimos con la maleta al hombro, a mí esto no me afecta tanto como afecta a mi mamá”.

Me quedé pensando en esa frase. Y pude recordar claramente cómo llegamos a la ciudad, con sólo una mochila de ropa. Cómo buscamos dónde instalarnos, las veces que perdimos un trabajo y volvimos a empezar de cero. Cómo un día creímos en el amor y nos mudamos con alguien para vivir por unos días. Y así, siempre la misma historia: hacer maletas, abandonar lugares.

Como “Los que no tenemos casa, los que nunca hemos tenido casa nos sentamos en las casas ajenas y lloramos quedito, educadamente, por gratitud ante la puerta abierta”, dice Brenda Ríos. Yo, al igual que ella, “Hago la crónica de mi generación y sus espacios personales”.

Cambiar de lugar, reposicionarnos. Sacudirnos el polvo, darnos un baño y salir de nuevo —maleta al hombro— en busca de nuevas oportunidades.

Nosotras que aprendimos que no tenemos una casa segura, y posiblemente jamás podremos pagarnos una. Nosotras que aprendimos que la estabilidad es una decisión propia. Cambiar los muebles de lugar, tal vez es una forma de no acostumbrarse nunca a la casa, de no enraizarnos en ella.

Nosotras que aprendimos a comer compartiendo platillo con la otra. Porque el orden de las cosas es cambiante como la suerte, me dijo A: “Un día estamos arriba y al siguiente perdemos todo”.

En nuestros espacios personales nada se queda estático ni permanece. Porque aprendimos que las cosas cambian de sitio como los sentimientos y que es mejor saber desprenderse. Que aferrarse a un lugar no hace que seamos felices. Nosotras que aprendimos a estar solas y llorar por las noches hechas bolita en la cama, sabemos que es mejor para despertar a un nuevo día con la esperanza de estar haciendo todo lo posible para que el esfuerzo de nuestras madres no sea sólo un pensamiento frustrado. Una añoranza de posibilidades pasadas. Sino una realidad.

Conocí a L allá por el 2015. Cuando llegué a la ciudad para estudiar la carrera en Letras. Compartíamos piso en la casa de estudiantes. Por esos años yo me pasaba medio día en la escuela y medio día en el trabajo. Imagino que ella igual. Hablábamos poco y había otras cuatro chicas en el piso: G, T, A y R.

Vivimos juntas los años que duró la universidad. Yo, por ese tiempo, creía que no podía ser amiga de nadie. La amistad requiere tiempo compartido, cosas en común y cierto grado de afecto. Con el tiempo nos fuimos uniendo.

Cuando llegué a la casa de estudiantes, lo único que me acompañaba eran tres cosas —lo más importante, lo más indispensable—: mi maleta de ropa, mis cuatro pares de botas y unos veinte libros. Algo que a las chicas les pareció gracioso y dulce.

La amistad con L fue inesperada, pues a pesar de que nos veíamos poco —ya que no compartíamos mucho en común salvo la idea de estar en una ciudad completamente solas y el sueño de estudiar una carrera que nos ofreciera mejores oportunidades—, de alguna manera estábamos ahí para la otra.

L estudiaba gestión pública junto a A. T estudiaba enfermería y G ciencias biológicas. Por ese tiempo casi nunca coincidimos en horario libre. Un día, una de ellas sugirió tomarnos un café y conversar asuntos de la casa. Esa noche en que todas coincidimos en el café, hablamos hasta la medianoche sobre asuntos totalmente irrelevantes: el mantenimiento de la casa, las despensas y el orden de limpieza. En el transcurso de los minutos siguientes, nos volcamos sobre cuestiones escolares para terminar hablando de nuestras relaciones amorosas. Algo que sin duda compartimos las mujeres: contarnos nuestras cosas con total libertad.

Yo era la mayor, a decir verdad todas estábamos entre los 21 y 23 años. Yo era la mayor porque estaba por terminar la carrera en Letras. Para este tiempo, decidí entrar a la maestría, por lo que tuve que dejar la casa y rentar un departamento. G se fue conmigo porque también quería alejarse de la casa por cuestiones personales. Rentamos juntas dos años. Y L venía a visitarnos casi a diario. Yo pensaba que, como era más amiga de G y A, yo era una especie de hermana mayor para ellas, de ahí el respeto mutuo.

Empezamos a hablar con mayor regularidad, a juntarnos cada cierto tiempo para platicar. Descubrí que la amistad era eso. Para mí, que antes sólo había tenido compañeras, estas cuatro chicas se volvieron mis amigas de verdad. Respetábamos los espacios y las cosas de las demás y este vínculo de respeto se volvió un lugar seguro para todas.

Nos reunimos cada cierto tiempo, a veces sólo en cada cumpleaños. Descubrimos que siempre hubo entre nosotras algo que nos hermanaba. Aceptamos trabajos que nos llevan y traen por periodos de tiempo inesperados. Cada vez que nos reunimos, desempolvamos recuerdos como objetos preciosos llevados de un lugar al otro. Tal vez nuestra casa propia es la forma de tomar la mochila y ponerla sobre nuestros hombros. ⚅

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[Foto: Paul Medrano]

 
 
 

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