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  • Geovani de la Rosa

El Trópico donde alguna vez fui futbolista

Actualizado: 23 nov 2021


Desde los tiempos más remotos de mi memoria he jugado futbol.

Aprendí a practicarlo en un arroyo, con cuatro palmas en cada esquina. Hacia el oriente estaba un limonero que nos ponchó decenas de pelotas y balones. Hacia el poniente, el platanal de un policía que no nos devolvía nuestro balón si cruzaba su cerca. Más al fondo, monte, mangos, bocotes. Aprendí a jugar futbol rodeado de flora y fauna que llena de tonalidad a El Trópico; y descalzo, como va la vitalidad por la Costa de Guerrero y de Oaxaca. Si me ponía un zapato de futbol se esfumaban mi velocidad, mi técnica, mi talento y mi puntería.

Recuerdo que la última vez que disfruté de un partido silvestre en Pinotepa fue en una calle de terracería y rodeada de mangales. Metí un gol raso con la pierna izquierda pegado a la piedra derecha y ganamos lo apostado. Reconozco que este deporte, además del regocijo que me provocaba, me permitió durante la adolescencia conseguir unos cuantos pesos más para comprar alguno de los aparatos que empezaban a ensamblarse a nuestras subjetividades y cuerpos allá por principios de siglo XXI. También para comprar chácharas, refrescos e invitar a alguna chica al cine o a los tacos de la esquina.

Mi pierna derecha explotó sus dotes para el drible, los cambios de velocidad y el gol cuando migré hacia Acapulco y empecé a frecuentar una cancha rodeada de dos cerros en mitad de una colonia de paracaidistas. Era de tierra, se inundaba en tiempos de lluvia, la maleza invadía porterías y el medio campo. Alrededor, mangos, capulines, nanches, robles; cruzando la cancha, iguanas, tarántulas, alacranes, sapos. Metí goles hermosos en esa cancha y también fallé goles cantados.

Nunca he sentido felicidad desbordada como la que me brotaba cuando jugaba en la Cancha Número 12 de la Máquina, en la colonia Salinas de Cortés en Acapulco. Allí, driblé a propios y extraños. Allí, mi hermano casi me parte la rodilla derecha cuando preparaba el gatillo contra su portería. Allí, chicas bellas, nunca esperadas, tuvieron antojo por mi carne. Allí, cometí los errores imperdonables que comete en cada partido un delantero letal. Allí, mis camaradas se hartaron de que me patearan tras cada drible sin que yo dijera nada y me amenazaron de darme semejante paliza si la próxima vez en que alguien me enterrara los tachos en el tobillo yo no me levantaba y le tumbaba los dientes. Allí, le copié a Francisco, el famoso Bolillo, esa picadita con la que se quitaba rivales y metía centros certeros. Allí, anoté el único gol de mi vida que me ha volado la cabeza, cuando faltaban menos de diez minutos para que perdiéramos aquella final. La empatamos y terminamos derrotados en penales. En la Cancha Número 12 de la Máquina vi llorar a mis camaradas de la Prepa 27 bajo la sombra de robles, de mangos, de ciruelos, con el olor y la música casi extinta del río La Sabana. Lloraron rodeados de platanares, de nanches, de arbustos empalagados de calor. Lloraron bajo el consuelo de nuestras compañeras y zopilotes en lo alto. Yo me quedé tirado a medio campo, bajo el sol de ternura de Acapulco, viendo las nubes pasar. Y las iguanas, los armadillos, las abejas y las moscas, como parte del paisaje.

He pisado otras canchas desde aquel principio de tarde de jueves un 2004. No tan hermosas como las canchas que se levantan en El Trópico, rodeadas de árboles, de maleza, de animales y flores silvestres. Necesitaría otras quinientas palabras para hablar de cada cancha que he pisado en esta costa de negros en mis treinta y cinco años. Estoy tratando de echar raíces en una comunidad de la Costa Chica. Quiero sembrar árboles para jugar futbol con mis hijos bajo su sombra, entre la maleza. Quiero arrancar territorios a terratenientes, territorios abandonados, para levantar paisajes donde las personas y sus hijos vuelvan a esa vitalidad que nos sana, la vitalidad de árboles y animales.

En los últimos meses, cuando voy sobre la avenida Margarita Maza de Juárez y paso frente al andador Ejidatarios, el que lleva la Cancha Número 12 de la Máquina, deseo bajarme del coche y tomar ese camino. Volver a saltar charcos. Decir buenas tardes a los vecinos. Imaginar que una vez más voy rumbo a esa final llanera platicando con Pedro sobre la vida y las chicas. Ver las iguanas y las culebras atravesarse. Apear un mango, recoger nanches. Anhelo volver a vestirme apurado en ese pasto porque el partido está por empezar mientras Acapulco naufraga en oscuridad y ventura. ⚅

[Foto: Carlos Ortiz]

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