Estaba en el primero cartapacio pintada muy al natural la batalla I/III
- Pedro Serrano
- 29 sept
- 8 Min. de lectura

Todo comenzó una tarde —escribo a modo en el que se inician esas narraciones sabrosas que invitan muy al natural a arrellanarse—, supongo que un viernes, por la alargada sensación de un recuerdo casi escenificado, en casa del doctor Jaime Mora, director entonces del Instituto de Investigaciones Biomédicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Seguíamos discutiendo su hijo Pablo y yo, seguramente de poesía, en los rescoldos de una extendida sobremesa, contra los ventanales del primer piso que daba a los andadores del conjunto habitacional de Copilco 300, justo enfrente de la Ciudad Universitaria. Se nos acercó entonces el doctor Mora, con ese hablar suyo entusiasta y perentorio, y, más que cuestionarnos, nos “admonizó”: “¿Por qué no hacen una revista?”. Esto sucedía en 1978, deduzco, pues el primer número se publicó en abril de 1979. Íbamos en cuarto o quinto semestre de la carrera de Letras Hispánicas y las palabras de Jaime Mora sirvieron de disparadero. Casi puedo apostar que ese mismo fin de semana nos reunimos con Mario Rangel Faz, que estudiaba Artes Plásticas en San Carlos, y con Juan Carlos Mena, que perseguía diseños en la Universidad Iberoamericana. Yo creo que ya para el lunes hicimos bajar de Las Lomas a Álvaro Quijano, de Las Águilas, a Diego Jáuregui, de San Jerónimo, a Ángel Miquel y de las remotas Torres de Satélite, a Carlos Mapes, para comenzar a darle vueltas a esa revista que se llamaría Cartapacios y que abanderó toda una década. Quien nos viera entonces podría ver casi retratados los deliciosos versos de Dante: “Poi si rivolse, e parve di color / che corrono a Verona il drappo verde / per la campagna; e parve di costor / quelli che vince, non colui che perde” (“Se volvió, y parecía uno de aquellos / que corren en Verona tras el palio verde / por la campaña; y parecía entre estos / de los que ganan, no de los que pierden”) (Alighieri, 2015: Infierno, xv).
Durante los primeros años, nos juntamos todos los lunes por la noche en un cuarto aparte en casa de mis padres, en el barrio de Mixcoac. Eran reuniones en las que leíamos todo lo que habíamos podido reunir durante la semana, y al final nos íbamos a echar unos tacos y a seguir platicando. Así duramos unos dos años dale que te dale. Conforme nos hicimos mayores, fuimos mudando también de sitio de reunión, cada vez más hacia el sur de la ciudad. Primero nos instalamos en casa de Ena Lastra, en la colonia Romero de Terreros. De ahí, las reuniones se trasladaron al departamento de Javier Sicilia, en un primer y único piso que todavía puede verse en la confluencia de avenida México y Centenario, frente a una gasolinera y a las puertas del jardín de Coyoacán, hasta llegar por último a la deliciosa casa de muñecas de Alicia García, en el barrio de La Conchita, ya bien entrados los ochenta. Al grupo inicial se unieron muy pronto Ana Castaño, figura central en los giros de la revista; Beatriz Álvarez Klein, cuentista darkie avant la lettre, y Concha de Icaza, bailarina, coreógrafa y estudiante entonces de Historia, quien llevaba la incipiente y también efímera administración, y con quien, unos cuantos años después, visitaría, efectivamente, Verona. Luego, fueron entrando a la Redacción de Cartapacios, en filita, Ena Lastra, Francisco Segovia, Fabio Morábito, Jaime Moreno Villarreal, Gastón Alejandro Martínez, Alicia García Bergua, Ángel Miquel, Manuel Andrade, Carlos López Beltrán, Fanny del Río y Javier Sicilia.
El nombre de la revista, tomado del Quijote, lo propuso Álvaro Quijano, y la cita de donde lo extrajo —“llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero”— aparecía en el interior de la cubierta de los primeros números hasta que Juan Carlos le hizo el fuchi y la quitó. El tamaño era carta y la cubierta iba en cartoncillo iris de color tabaco, en cuyas solapas venían, de un lado, el índice y, del otro, la Redacción. El primer número tuvo 32 páginas, formadas por pliegos de papel revolución de 90 g/m, que fuimos a comprar a las calles de Bolívar, en un Centro que todavía no adquiría el epíteto de “histórico”. Como pudimos, entre Pablo y yo encajamos los pliegos en un Volkswagen azul modelo 1966. La “Obra gráfica” de ese primer número fue, obviamente, de Mario Rangel Faz y de Rossana Durán, ambos estudiantes en la Escuela de Artes Plásticas de la unam, que entonces todavía estaba en el Centro. Además de algunos de los integrantes de la Redacción, la “Obra escrita” de ese primer número —nótese que Cartapacios nunca se autodesignó ni autodeterminó revista de poesía— fue toda de estudiantes de la Facultad. Era una revista estudiantil. Así empezamos y, a partir de ahí, íbamos a ir orbitando hacia el exterior.
Por consejo, no sé si minucioso o meramente ocioso, de Gary Mancus, su maestro, todos apelotonados en un pequeño cuarto de azotea que fungía de estudio de diseño en casa de Mena, ese primer grupo formó con Letraset el número 1 de Cartapacios (el verbo “formó” es literal, pues pegábamos los textos en unas cartulinas letrita por letrita y renglón tras renglón para formar el dummy). Aprendimos, por supuesto, esa palabra y otras cosas, y los siguientes números, ahora ya en linotipo, los formamos en un armatoste que prácticamente llenaba el garaje de la imprenta de Juan Pablos Editores. Para quienes ya no tuvieron oportunidad de verlas trabajar, esas máquinas deben parecer ahora una reliquia. Juan Pablos se ubicaba en una casa de los años treinta del siglo pasado en las calles de Mexicali, antes del temblor de 1985 y de que la Condesa fuera perdiendo los restaurantes y cafés húngaros, vieneses y griegos nacidos en la posguerra, así como las familias de judíos europeos y de refugiados españoles que la habitaban, para llenarse, primero, de ese grupo heterogéneo que produjo mucha de la cultura que se hizo en la ciudad en el final del siglo xx y que se reunía en los nuevos cafés que iban apareciendo en el barrio y, posteriormente, de jóvenes millennial de todas las nacionalidades posibles que pululan ahora por sus calles, además de restaurantes indios, italianos, japoneses, turcos y peruanos, de lo cual, yo que vivo ahora en esa misma calle, no me quejo.
Ese primer número lo presentamos en la Galería Arvil, en la Cerrada de Hamburgo, a cuyos dueños, los magníficos Armando Colina y Víctor Acuña, nos presentó Conchita Solana, madre de Concha y exesposa del pintor Francisco Icaza, quien colaboró en la revista. A los Arviles, que venían de las agitadas trincheras y barricadas culturales de la Zona Rosa de los años sesenta, les hizo gracia prestar su galería a esta nueva generación atolondrada con la que veinte años después parecía que todo comenzaba de nuevo. Hubo algún otro número que celebramos en grande en casa de mis padres. Esa vez, la poeta Lily Barbachano, recién separada del narrador Emiliano González, llegó con un acompañante nuevo y Pablo tuvo que intervenir para que el Mimi no intentara ahorcarla (bueno, lo intentó, pero no lo logró). En otra ocasión, terminamos celebrando en el bar León y de ahí al Zócalo a querer subirnos al asta de la bandera. Como no pudimos, Pablo nos convenció a Juan Carlos, a Ana y a mí de hacerle un homenaje a Dante metiéndonos en su fuente al lado de Catedral. Por supuesto que la estatua no era de Dante (ya se me hacía raro, aunque a esas horas estaba dispuesto a creer cualquier cosa) y la fuente en cuestión era en realidad de fray Pedro de Gante, pero así y todo nos metimos. Salimos de ahí ensopados en agua sucia, tiritando, con sangre de sirenas y de tritones que diría Rubén Darío, Juan Carlos con una conjuntivitis y todos felices y extasiados.
Hubo, por supuesto, varias celebraciones que he olvidado o a las que no asistí; entre ellas, un San Lunes Rock, el 11 de julio de 1983, en la Casa de la Paz, gracias a Pepe Caballero, Laura Orozco y Evodio Escalante, donde participaron Las Plumas Atómicas, el Grupo Argggh!, de Gastón, Samia Hamud, Luis Cortés Bargalló y varios más, y, en alguna otra ocasión, Sergio Arau y Botellita de Jerez. La última presentación memorable fue en la Galería Sloane Racotta, en la Plaza del Carmen de San Ángel, donde Patsy Sloane, entonces como ahora en todo su esplendor, fue nuestra anfitriona. Ahí amenizaron la reunión de nueva cuenta Las Plumas Atómicas, en donde tocaban Fabio y Jaime, que ya para ese entonces formaban parte de la Redacción, además de Coco González de León, con quien trabajábamos en el Departamento de Literatura de Difusión Cultural editando los Materiales de Lectura.
Cartapacios publicó su primer número en abril de 1979 y durante el primer año fue casi rigurosamente trimestral. A partir del segundo, la revista empezó a expandir su vocación inclusiva, multigeneracional y periférica. La “Obra gráfica” de ese número, por ejemplo, fue de Begoña Zorrilla, estudiante de San Carlos, y también publicamos a su maestro Ricardo Rocha, guía del legendario Grupo Suma. A partir de entonces, la revista empezó a incluir traducciones, textos e imágenes de artistas de generaciones anteriores a la nuestra. Sin embargo, a partir de ese momento, empezó a espaciar su publicación, en parte quizá porque quienes la hacíamos, además de nuestras ocupaciones académicas, comenzábamos a tener compromisos laborales, pero también, supongo, porque éramos cada vez un poco más ambiciosos. El número cinco salió casi ocho meses después, en octubre de 1980, debido a que lo dedicamos al soneto, y reunir materiales que valieran la pena nos llevó más tiempo de lo pensado. Ese número fue un acto declarado de veleidad no comprometida: sin pretender tomar como bandera esa forma perfecta, ni reivindicar formas tradicionales, simplemente nos tomamos la libertad de jugar con ellas. El pretexto del soneto nos dio oportunidad de incluir, por primera vez, además de la obra gráfica presente desde el primer número, material de caricaturistas y de músicos. Para el siguiente número, que salió en julio de 1981, llegamos a 48 páginas, y el número siete, publicado justo al año, alcanzó las 64, el doble del primero. Eso debió dejarnos un poco exhaustos, ya que nos tardamos año y medio en publicar el siguiente, en febrero de 1984. Mientras tanto, el diseño de la revista, creación original de Juan Carlos Mena, había ido haciéndose cada vez más atrevido. Si los primeros números fueron adustamente sobrios, el número nueve, publicado en enero de 1985, salió con una sobrecubierta tropical mucho más llamativa y, acorde con las tendencias que empezaban a surgir (véase, por ejemplo, la revista La Luna de Madrid [1983-1988] que, con mayor presupuesto, fue la abanderada de la Movida Madrileña en los años ochenta), para el décimo número, publicado en septiembre de 1985, Juan Carlos optó por un formato totalmente distinto, en una doble carta que permitía muchísimos más juegos tipográficos y de diseño. Al final, Cartapacios editaba 1 500 ejemplares, y se agotaban. Por supuesto, hubo quejas, ya que el cambio de formato afectó su colección. El último número que publicamos fue del mismo tamaño, aunque esta vez su diseño lo hizo Maricarmen Rion, egresada, como Juan Carlos, de la Ibero y formada en Suiza, pues Mena ya había emigrado a Barcelona, donde permanecería casi una década, antes de regresar a refundar Trilce Ediciones. Ese último número no trae fecha de edición, pero debió publicarse en el curso del año del señor de 1986. ⚅
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[Foto: Carlos Ortiz]







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