Estaba en el primero cartapacio pintada muy al natural la batalla II/III
- Pedro Serrano
- 6 oct
- 6 Min. de lectura

Excepto la mano de obra de la imprenta, toda la producción fue siempre pro bono —y sin bono alguno—. Para publicar los mil ejemplares que imprimimos del primer número, conseguimos anuncios de la Secretaría de Educación Pública gracias a Fernando Solana, tío de Concha Icaza; de la Galería San Ángel de Esther Echeverría, madre de nuestra amiga Laura; de Siglo XXI, donde Pablo recién se iniciaba en las labores bibliográficas de la mano de Gerardo Deniz, Martí Soler y Anhelo Hernández; de la revista Diálogos de El Colegio de México, merced a Ramón Xirau, su director y nuestro profesor en el Seminario de Filosofía y Poesía; y, supongo que por intercesión del padre de Pablo, del incipiente Conahcyt, hasta hace horas ignorante de la hache de Humanidades. El apoyo financiero de números posteriores vino, además de quienes ya nos habían ayudado, de la Dirección de Difusión Cultural de la unam, dirigida por Hugo Gutiérrez Vega en épocas ilustres y ejemplares de esa dependencia; de la Editorial Hiperión, que, si no me equivoco, dirigían Ilya de Gortari y Eduardo Hurtado; de la Editorial Era, gracias a Neus Espresate; de la propia Facultad de Filosofía y Letras, que anunció el primer número de Thesis, revista más efímera que Cartapacios; de Yoko Quadrasonic, en el mismo pasaje que la Galería San Ángel, donde, con sus discos y revistas, se gestaba mucha de la vanguardia incipiente de nuestra ciudad. En números posteriores, conseguimos anuncios del Instituto Tamaulipeco de Cultura, de Radio Mexiquense, de la Librería Gandhi, del Fondo de Cultura Económica, de Aeroméxico y de todos aquellos a quienes lográbamos convencer de que nos apoyaran. No siempre corrimos con suerte: Carlos López Beltrán y Fabio Morábito fueron víctimas de un miserable encargado por aquellos años de la Fundación Domecq, que, según me contó Carlos, no nos dio nada, pero se permitió maltratarlos. Qué pena que no recuerde su nombre.
A las reuniones semanales no sólo iban los integrantes de la revista, sino numerosas amistades, cuyos comentarios merecían la misma consideración que las de los miembros de la Redacción. Inevitables, como el choque natural del oleaje, también hubo entre nosotros enconos y asonadas, pero más significativo que esas turbulencias es que aún ahora seguimos coincidiendo, como se mostró en una reunión reciente en casa de Pablo y Ana, después del último informe de Pablo como director de la Biblioteca Nacional, reunidos varios de nosotros el doble de veinte años después, tomándonos unas deliciosas burbujas que eran de Ana. Por eso me atrevo a afirmar que ninguno de quienes la hicimos renegaría del rumbo y actitud que siempre enfiló la revista. Ni siquiera Álvaro Quijano, que se levantó una noche, capa española y sin espada en ristre, y con su grave voz exclamó: “¡Me retiro!”… para regresar a la semana siguiente. A lo largo de su historia, no faltaron momentos volcánicos por el rechazo o defensa de algún texto que la mayoría no consideraba publicable. Lo más áspero que podía suceder es que el propio autor se encontrara presente, como pasó una vez con Toni Deltoro, pues no teníamos demasiada delicadeza, incluso para con nosotros mismos. O que se nos olvidara alguien debajo de la mesa, como nos sucedió con Carlitos Gaytán, para susto de Alicia al día siguiente. La única diferencia que había entre quienes hacíamos la revista y nuestros amigos escritores y artistas era la asiduidad en las reuniones y el compromiso de buscar colaboraciones, anuncios y patrocinadores. A eso habría que añadirle la labor subsiguiente de comprar el papel, ir a la imprenta, leer galeradas y todo lo que cualquier labor editorial conlleva. Allí fue donde empezamos nuestra formación como editores que, de una manera y otra, varios de nosotros hemos seguido ejerciendo.
Si bien, como ya apunté, Cartapacios surgió en la Facultad de Filosofía y Letras, lo que la hace emblemática es que, empeñada en extender y tejer redes y nudos, muy pronto salió de ahí, atrayendo también mucho de lo que giraba a su alrededor. El mejor ejemplo es la progresiva conformación de su Redacción: además de los cinco magníficos que nos iniciamos en la edición con Cartapacios, Ana, Fabio y Jaime vinieron desde El Telar; Ángel, de Sabe Ud. Ler; Alicia, de coser y bordar su presagiante y artesanal Tendedero; y Pancho Segovia, de unos Cuadernos de Literatura iniciados cuando todavía íbamos en prepa. Paralelo a esos primeros números, Manuel Andrade, antes de entrar a Cartapacios, había sido el alma y anfitrión de unas memorables lecturas semanales tituladas “Poetas?… mis cuates!”, que organizaba todos los sábados en la azotea de su casa en la colonia Niños Héroes, detrás del metro Villa de Cortés. Muchos de quienes empezábamos a girar en torno de la escritura hicimos allí nuestras primeras lecturas públicas y su memoria está recogida en un cuadernillo hecho por el propio Manuel y por Carlos López Beltrán, titulado más gravemente Estas ruinas que ves. Si el final de los años setenta, con toda la proliferación de artistas emergentes reunidos en incipientes grupos, marcó su aparición, a lo largo de los ochenta, que fueron sus años principales de vida, Cartapacios reunió en sus páginas a quienes ya estaban escribiendo y pintando en la Ciudad de México. Para entender su huella como signo dactilar de época, hay que proyectarla en todas las personas dedicadas a la música, el cine, la coreografía, la caricatura, la fotografía y el teatro que la animaban, gente toda que empezaba a tantear la incipiente escena artística de la ciudad. Juntos y revueltos íbamos a cuanta función, inauguración, actividad y fiesta posible se cocinara en el df.
Viéndonos y viéndola en perspectiva, ese abanico proyectado por Cartapacios es una consecuencia directa de su vocación horizontal, heredera sin aspavientos de los mejores valores del 68, nuestro referente. La voluntad libertaria y antiautoritaria que sintomáticamente incluyó en ese movimiento a estudiantes y autoridades en un plano de igualdad, y que es una muestra de lo que de entonces a acá ha persistido para bien de nuestra vida pública, la heredamos sin convertirla en bandera. Pienso que nada más por esa razón habría valido la pena seguir haciendo la revista: sería el registro fiel y palpable de los ríos subterráneos que forman ese Sudd mexicano que Carlos López Beltrán y yo cartografiamos en los Delicados (con filtro) (Serrano y López, 2012), es decir, de lo mejor que tenemos como país, y que es algo que muchos, entonces, y aún ahora, no han terminado de entender. Tengo la impresión de que a quienes molestó ese término, y nuestro prólogo, y la misma antología, más precisamente, les incomodaba lo que proponía: relaciones horizontales. En ese sentido, al repasar sus índices, puede verse una continua interacción generacional, en un plano de igualdad, de quienes estaban empezando a afanarse en los vericuetos de la actividad artística con quienes eran sus maestros y, en algunos casos, literalmente, sus padres. Por sus páginas o sus reuniones pasaron, entre quienes ya eran séniors, por decirlo de algún modo, Francisco Icaza, Vita Giorgi, Gilberto Aceves Navarro, José Kozer, Noé Jitrik, Margo Glantz, Max Rojas, Juan Antonio Masoliver, Martí Soler, Germán Dehesa, Hernán Lavín Cerda y Gerardo Deniz. En sus cercanías rondaban Ludwik Margules, Julio Castillo, David Huerta, Hugo Hiriart, Juan José Gurrola, Mario Lavista y Nacho Toscano. De quienes vivieron 1968 sólo faltó el más brillante de todos: Jorge Aguilar Mora. Si Cartapacios hubiera persistido, habría dado cuenta de todo eso que Guillermo Santamarina retrató recientemente, con la misma agilidad con que lo vivió, en su Manifiesto en contra de las imposiciones tediosas (Santamarina, 2023: pp. 36-37, 64). En las primeras páginas de su libro, el Tin Larín, como lo conocemos todos los que lo queremos, menciona la Galería San Ángel y la tienda discos Yoko, donde él trabajaba. Ambas estaban a media cuadra de Insurgentes, junto al Rincón de la Lechuza, otro sitio de reunión, y a unas pocas de la Librería Gandhi. En su libro, Guillermo habla también, un poco más adelante, de la Galería Sloane-Racotta, que ya mencioné, otro de nuestros coincidentes centros neurálgicos, junto con el bar El Nueve en la Zona Rosa, la cantina La Guadalupana y el bar El Cuervo en Coyoacán, ya entrados los ochenta. Estas coincidencias, que parecerían producto de un mismo microclima, eran en realidad un brote del multifacético deseo de vida pública que permeaba toda la Ciudad de México, como lo retrata Carlos Monsiváis en sus libros.
Una última característica que quiero señalar, y que es consecuencia de todo lo dicho antes, es la ausencia de directores instituidos. No diría yo que funcionábamos de manera colegiada, por la inevitable piramidal autoridad excluyente que tiene tal vocablo. Éramos una literal sala de redacción: leíamos todas las posibles colaboraciones y discutíamos texto por texto, sin que nadie tuviera la voz cantante. Supongo que estas peculiaridades fueron las que llevaron a Huberto Batis, nuestro profesor de Teoría Literaria y director en ese tiempo de Sábado, el excelente suplemento cultural del diario Uno Más Uno, a comentarnos, mientras comprábamos un café afuera de la Facultad de Filosofía y Letras, lo que Alberto Blanco le había dicho: “Son malísimos todos”. No sé si esto fue un invento insidioso de Huberto (cosa factible) o una incómoda reacción de Alberto (nada inverosímil). Supongo que algo por el estilo hizo también que Guillermo Sheridan frunciera la boca y preguntara: “¿Quiénes son esos gallipavos?”. En una sociedad en la que lo importante era, y para algunos sigue siendo, las credenciales y no las escrituras, ¿qué pretendíamos nosotros si no éramos nada? ⚅
_________
[Foto: Carlos Ortiz]
Comentarios