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Estaba en el primero cartapacio pintada muy al natural la batalla III/III

  • Pedro Serrano
  • 13 oct
  • 7 Min. de lectura
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La peor barrida me la llevé yo un día de 1985 que fui a ver a Octavio Paz. Iba a recoger un ensayo sobre José Clemente Orozco para la revista México en el Arte, de la que entonces era secretario de Redacción (ahí sí me pagaban), y aproveché para obsequiarle el décimo número de la revista, que acababa de salir. Me recibió muy amable, me ofreció un té y tuvimos casi dos horas una gratísima conversación, diría mi madre, mientras él hojeaba la revista y repasaba sus cuartillas, empujándolas cuidadosamente, repasándolas sin decidirse a entregármelas (“té con mermelada a las seis, indiferentes a lo que hace el viento”, dice Eliot en “Interludio en Londres”, mientras afuera surgen de la tierra las plantas [Eliot, 2015: 260; traducción mía]). Hasta que, de repente, en un súbito exabrupto, las retiró bruscamente, se levantó y me echó furioso de su casa reclamándome que nunca hubiéramos mencionado su nombre en Cartapacios, diciéndome —cito de memoria—: “Los jóvenes no conocen la cortesía”. Salí de ahí ora sí que con cajas destempladas, bastante aturdido, sin entender bien a bien qué había pasado. Si no lo habíamos hecho, me doy cuenta ahora, no fue por ignorarlo, pues mucho de lo que hablábamos en nuestras reuniones giraba en torno a sus ideas y escritos, sino por la misma razón por la que, según Borges, en el Corán no aparecen nunca los camellos: “En cambio un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada página” (Borges, 2012: 285). A los pocos días, pasé a dejarle una carta en la que le explicaba que, ante la falta de oportunidad de despedirme, una elemental cortesía me llevaba a hacerlo por escrito. Supongo que eso le hizo gracia, y puedo decir que las siguientes veces que lo vi fue muy afectuoso conmigo. Paz era furibundo e inseguro, pero también sabía reírse de sí mismo. Eso sí, nunca volvimos a hablar de Cartapacios.

Podría dividir los años de la revista en dos etapas: los finales de los setenta y principios de los ochenta, con sus primeros escarceos que ahora nos parecen eternos por su explosiva vertiginosidad, pero donde ya estaba lo que seríamos y somos; y los ochenta, en una afirmación cada vez más empeñosa de seguir avanzando por debajo de esa superficie aparentemente estéril impuesta por las condiciones del país y los impetuosos proyectos neoliberales que entonces se instauraron. Poco a poco, como el mapa del Imperio en “El rigor de la ciencia” de Borges, ese mapa carcomido y falso va deshaciéndose y mostrándose inservible, para ahogo y rabia de sus propulsores y beneficiarios, si bien los estragos, me temo, tardarán mucho en reconstituirse. Cartapacios, como grupo, y Guillermo Santamarina, como una de sus individualidades emblemáticas, fueron una pequeña parte de esa voluntad colectiva que ahora anima todos sus espacios y arterias. Al estar escribiendo estas líneas, me vino a la cabeza la primera vez que lo vi, la pinta elegante y desfachada, a la entrada del pasaje en donde estaban Yoko y la Galería San Ángel. Pocos años después, Guillermo sería, con Mario Rangel Faz, uno de los primeros en realizar performances en México. Nunca escribió en la revista, pero siempre hemos ido por los mismos rumbos. Encontrarlo en un metrobús o, recientemente, en la presentación de su libro, intercambiar fugaces menciones sobre este o aquel artista, es para mí corroborar el eslabón que me permite confirmar, y afirmar aquí con mayor rotundidad, la significación emblemática de Cartapacios. Una vida colectiva formada en los años finales de los setenta, como se ve en Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, que explotaría a principios de los ochenta, propulsada por el auge petrolero, y que, apenas dos años después, debido a la crisis económica de López Portillo y a la plasta neoliberalista que inmediatamente le siguió, se vería forzada a sumergirse para sobrevivir. Creo que la mucho más transitable, polifacética y ágil ciudad que ahora vivimos es consecuencia de ese esfuerzo de muchos grupos e individuos que pudieron, después de muchas batallas en el desierto, cambiar el gobierno de esta ciudad. Como lo describimos Carlos López Beltrán y yo en “El agua que corre bajo la tierra”, el prólogo a nuestros Delicados, todo eso que al principio saltaba a borbotones siguió avanzando soterrado, conformando los ríos subterráneos que persistieron durante la época precaria de austeridad y trituradoras neoliberales, y convirtiéndose en lo que la ciudad es ahora: miles de riachuelos en una red de individualidades sabiendo ser comunidad.

Quiero añadir, porque ese último giro fue importante, que todavía nos dimos tiempo para preparar un número más, el primero que dedicaríamos a un autor en particular, el escritor alemán Ernst Jünger. Esto sucedía en 1987. Digo que fue importante por dos razones: si bien poco a poco nos habíamos ido atreviendo a publicar ensayos nuestros en la revista, ésta iba a ser la primera vez que nos lanzáramos de manera rotunda y colectiva al ruedo de las ideas. En esa dirección, el conjunto de reflexiones sobre el novelista alemán —quien fuera parte del ejército nazi, pero que salvó a París de su destrucción, donde se reunía con miembros de la Resistencia y con Pablo Picasso, y del que Seix Barral recién publicara en esos años su novela Eumeswil, una defensa de la situación anarca— puede leerse en clave de lo que fuimos como grupo. Diferentes migraciones de la mitad de sus integrantes dejaron súbitamente mermada la Redacción, de tal manera que Ángel Miquel, pragmático como es, se llevó los materiales y se los entregó, ya listos para su publicación, al filósofo Jorge Juanes, que encantado se encontró con un regalo inesperado para la revista Espacios, donde se publicaron en diciembre de 1989 (Espacios, 1989).  Para entender la evolución del grupo heterogéneo de individuos que hicieron posible Cartapacios, habría que imaginar, además, esos textos reunidos en el juego de diseño del que era y sigue siendo capaz Carmen Rion (salvo que ahora se dedica a las telas, mezclando diseños de vanguardia con propuestas de las tejedoras de los Altos de Chiapas). Los cabos extremos de esa cuerda multigenética que conformamos entre todos eran, por un lado, Gastón A. Martínez, entonces miembro del Partido Comunista Mexicano, y Javier Sicilia, por el otro, integrado a grupos católicos de reflexión activa. Entremedio, había todas las tendencias y opiniones en diálogo franco. Desde la perspectiva del conjunto de números que fuimos capaces de hacer y publicar, puede verse la evolución que tuvimos trabajando juntos, reuniéndonos, conversando y planeando cosas. Desde ahí, me parece una congruencia, y lo digo sin excepción, como inicio de los vectores que cada uno de los que integramos la Redacción de Cartapacios hemos desarrollado después, a lo largo de todos estos años. En ese número que nunca se publicó, hay que ver la huella original y la clave en comu de lo que entonces estábamos haciendo juntos y lo que hemos ido haciendo de manera individual. Es desde ahí, y también ahí mismo, donde seguimos coincidiendo, creo yo, en una actitud a la vez estética y ética. Eso podría explicar lo que tenemos ahora, de nuevo en comu, todos nosotros.

La carencia de militancias unificadas de carácter político, cultural o, incluso, literario hizo que nos importaran la calidad y la fuerza expresiva tanto de los textos como del material gráfico que incluimos, sin parar mientes en su origen, intención o corriente. Esto, insisto en estos momentos de acusadas militancias y silenciamientos programáticos, no quiere decir que fuéramos apolíticos, ni que no tuviéramos nuestras particulares inclinaciones. Como señalaba hace poco el editorialista gráfico Rafael Barajas “El Fisgón” (quien dibujó, por cierto, un delicioso soneto, con rima y todo, para la portada del número cinco), creo que todos nos habíamos formado políticamente leyendo Los agachados de Rius y viendo los dibujos de Naranjo, primero para Excélsior y posteriormente en Proceso (Betancourt, 2024: 10). A eso hay que añadir las inquietudes individuales de cada uno. En ese sentido, sabíamos que éramos, con quienes estaban escribiendo y pintando en ese momento de la Ciudad de México, parte de una misma comunidad. Esto incluía a aquellos que empezaban a hacer música, como Javier Álvarez, Eugenio Toussaint e Hilda Paredes, o danza, como la propia Concha Icaza, pero también a Pilar Urreta, Rosa Romero, Jorge Domínguez, Adriana Castaños y Lidya Romero, o teatro, como Laura Sosa, Óscar Liera, o el director Enrique Singer, que estudiaba Letras con nosotros, o fotografía, como Silvia González de León y Gerardo Suter, o los miembros del ya mencionado Grupo Suma, muchos de ellos discípulos del pintor Gilberto Aceves Navarro, que también colaboró en Cartapacios.

Visto desde la distancia, creo que mostrábamos cierta displicencia en la forma en la que practicábamos esta estoica y a la vez divertida disciplina que es la escritura, displicencia que incomodaba a muchos. En una cultura dada a sometimientos y pleitesías, un grupo que no se afiliaba a nadie ni a nada, y que lo único que buscaba era mostrar escrituras, no era fácil de asimilar. No éramos tozudamente confrontacionales, pero sí discretamente independientes; a final de cuentas, cada uno corriendo con su bandera verde, y también, como diría Dante en otro Canto, “con una espada lúcida y aguda” (Alighieri, 2015: Purgatorio, xxix).

Y así seguimos, me atrevo a decir, cada quien en su discreta o pública trinchera. Lo que nos llevó a hacer Cartapacios, y lo que puede definir su intención —no me toca a mí decir si su logro—, es que, como apunta Borges al final de su ensayo, “nos abandonamos a ese sueño voluntario que se llama la creación artística”. En ese sentido, los textos e imágenes que seleccionamos e incluimos en cada número de Cartapacios son resultado de un programático abandono de protocolos y sumisiones, y de la firmeza con la que mostramos, tan diligentemente como pudimos, lo que entonces sucedía. Y yo me siento muy contento y muy orgulloso de haber compartido esa experiencia con todos y cada uno de quienes integraron Cartapacios. A ellos y a ellas les doy las gracias. ⚅

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[Foto: Paul Medrano]

 
 
 

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