¡Hazte el que eres!
- Juan Luis Nutte
- 1 sept
- 6 Min. de lectura

La contundente frase con que inicia Kafka La metamorfosis es la gran metáfora de la monstruosidad contemporánea: “Una mañana, tras despertar de un sueño intranquilo, Gregor Samsa se vio en su cama transformado en un monstruoso bicho”. Durante la noche, nuestras camas, crisálidas, nos proporcionan el consuelo del sueño mientras se incuba el monstruo en nosotros. Así, cada mañana hombres y mujeres se levantan transformados: algunos se sienten nada —no hay derrota en ellos, simplemente se sienten nada; no una nulidad, sino nada—; otros se sienten rotos; otros más se asumen hermosos y malditos, sensuales y despreciables, amorosos y vengativos; algunos machos se vuelven damas y las damas machos; otros más se asumen transespecies y exigen ser tratados como collies; pero hay otros en constante metamorfosis que se autodenominan no binarios. Lo anterior es una muestra del acecho de la transformación que persigue continuamente nuestra existencia y la de un mundo que se conforma a base de sucesivas deformaciones.
La imagen del río deslizándose hacia el mar es la metáfora perfecta de nuestras vidas en perpetuo cambio. Cada uno de nosotros explora sus propios límites, movido por el anhelo de indiferenciación: un deseo de disolver la conciencia humana. Quizás sea una nostalgia por estados primigenios donde las fronteras se desvanecen y la muerte pierde su significado, a pesar de ser esta la última transformación que experimentamos.
Estos son los fundamentos de la naturaleza mutable de un mundo en el que, como decía Heráclito, todo fluye y se transforma. Y como lo expresa Pitágoras en Las metamorfosis de Ovidio: “Sabed que no hay nada estable en el universo; todo se desliza, todas las formas van de un sitio a otro entre un ir y venir”.
Y precisamente estas formas en constante movimiento y transformación siempre estuvieron presentes en mi infancia. Alguna vez, mientras padecía los estremecimientos de la deshidratación y la fiebre que ésta provoca, convalecía en cama y, en uno de mis desvaríos, comencé a ver rostros que me hacían muecas, se burlaban de mí, se alargaban, exhibían sus lenguas y sus ojos se desorbitaban. Todo esto lo vi en las vetas de la puerta del ropero de madera. No experimenté miedo, sí una fascinación mórbida. Lo que realmente me causó desasosiego fue que desaparecieran esas visiones: me angustiaba pensar en la posibilidad de no ver esas jetas nunca, pues, a pesar de ser grotescas, me divertían y tocaron una fibra íntima, despertando en mí la atracción por lo deforme, lo monstruoso, lo que puede metamorfosearse. Nunca les comenté a mis padres mi experiencia, pero desde entonces no puedo dejar de experimentar la pareidolia en los muebles de madera, en las nubes, en las sombras y en los muros, donde logro vislumbrar imágenes humanas o animalescas que paulatinamente se transforman según sea la concentración de mi mirada. Pero esta pareidolia no se ha limitado a ver seres deformes o animalescos sobre las superficies: también veo la posibilidad del monstruo en aquellos hombres y mujeres con los que me topo en la vida cotidiana.
Recuerdo que alguna vez, a la edad de seis años, le pregunté a mi abuelo cómo se originaban las lombrices de tierra. Éste me dijo que de los pelos largos de mi abuela: que las hebras debían meterse en una bandeja con agua y serenarla durante dos días para hacer posible la metamorfosis de la greña en lombriz. Recolecté pelos de mi abuela, de mis padres, de mis hermanos y los eché a una bandeja con agua. A los tres días aparecieron varias lombrices.
Así mismo llegué a escuchar a mi abuela contar sobre la muerte de don Ubaldo, un huesero con fama de nahual que, luego de enamorarse de una mujer casada, todas las noches la visitaba transformado en perro negro, aprovechando la ausencia del marido que trabajaba como velador. Pero alguien le avisó al marido y éste les cayó en la gozadera sexual. El marido, ofendido, mató a garrotazos a don Ubaldo que, según decires de mi abuela, apaleado y en trance de muerte, se fue transformando en perro. No recuperó la humanidad porque el marido de la infiel encontró y quemó el petate en el que se envolvía.
“Nada perece —bien dice Pitágoras en Las metamorfosis de Ovidio— en el mundo entero, sino que todo varía, todo cambia de aspecto; y se llama nacer el empezar a ser otra cosa de lo que antes se era, y morir, al dejar de ser alguna cosa”.
Posteriormente, durante la adolescencia, inspirado por la lectura de fábulas donde los animales podían hablar, descubrí otro tipo de obras repletas de imágenes grotescas y aventuras absurdas: las tiras cómicas de Aniceto Verduzco Platanares, un brujo de prominente panza y ombligo salido, dedicado a las limpias espirituales y la profanación de tumbas para reciclar miembros y órganos humanos que le sirvieran para remendar a sus clientes; y Hemelinda Linda, una vieja bruja poseedora de un ojo de vidrio, de aspecto físico descuidado y con granos horribles, que de vez en vez podía transformarse en una mujer de belleza rotunda y perfecta para lograr objetivos inverosímiles. Éstas fueron mis primeras lecturas formales donde aprendí que el humor y la malformación corporal pueden ir de la mano.
Cuando cursaba la secundaria experimenté mi primer enamoramiento, turbulento, melancólico y lleno de ensoñaciones que se detonaban con canciones cursis. La chica de la cual me enamoré manifestaba fascinación por los muchachos fanfarrones, deportistas y habladores, y yo era tímido, dado a la inactividad y demasiado torpe para los deportes. Además, mis compañeros, sin pretexto alguno, siempre hallaban el momento para ridiculizarme. La chica, Mariela, así se llamaba, no reía de esos chistes; en cambio me ofrecía una mirada compasiva y a veces me prodigaba una sonrisa que para mí era estimulante. Mi amada jamás me echaría el ojo si no modificaba mi personalidad, así tuve la necesidad de la transformación.
Había leído en alguna revista El semanario de lo insólito un artículo donde se explicaban los beneficios de la autohipnosis y se incluía el procedimiento para lograrlo. Durante las noches hice vanos intentos para conseguir el trance: deseaba levantarme transformado en un joven atrevido, ágil basquetbolista y locuaz.
Mi amor me exigía el “deseo de ser otro”, y esto sólo sería posible mediante el recurso extremo de la metamorfosis. Y yo debía emular, de una manera más humilde, las formas distintas que adopta Júpiter para sus conquistas, que no son más que la metáfora de esa transformación inmediata e inconsciente que el enamorado sufre. Transformaciones que tienen, además, toda la furia, la violencia o el lirismo de la pasión o de la entrega amorosa. Sólo hace falta recordar a Júpiter convertido en lluvia dorada, cuando se enamora de Dánae, o en toro, cuando quiere raptar a Europa:
No se llevan bien ni se ven habitar unidos la majestad y el amor; abandonado el peso del cetro, el padre y señor de los dioses, cuya mano está armada con el rayo de tres fuegos, el que a una señal de su cabeza se conmueve el universo, toma la forma de un toro y, mezclado entre el ganado, muge y se pasea, magnífico, por la tierna hierba.
El amor siempre me ha transformado. Alguna vez estuve pretendiendo durante seis meses y medio a una chica: ésta se dejaba halagar, aceptaba mis cartas amorosas, mis invitaciones a comer y salir a pasear, jamás me rechazó; le declaré mi amor un par de veces, pero ella no se decidía a ser mi novia. Yo me aferré a una esperanza que a todas luces ya no existía. Mis amigos me comentaban que ya me estaba humillando ante ella. Tenían razón. Y yo debía curarme de ese amor no correspondido, debía vengarme. Entonces trasladé mi situación a un cuento:
Una exhibición
Aun hoy, cada vez que viene a darme de comer, no puedo dejar de sentir comezón y amor por ella. Desde que nos conocimos, Areli dejó de ser para mí una mujer de carne y hueso para convertirse, como por arte de magia, en una obsesión, de ésas que se meten en la cabeza a cualquier hora —ya en la calle, el metro, el cine— y no puedes hacer nada para deshacerte de ella.
Cuidado, Juan, no insistas, no te hará caso, todos se desbaratan por ella y terminan mal, quedarás hecho piltrafa, dijeron mis amigos al verme dolido, pero yo seguí aferrado.
Al pensar en Areli sentía dolor, picazón y mi piel se llenó de ronchas; mientras más la pretendí, más me brotaron. Luego de algunos meses la comezón empeoró. No podía dejar de pensarla y rascar mis extremidades hasta sangrarlas. El malestar se hizo insoportable; de tanto refregarme un brazo, se me cayó. No sentí dolor, sólo desconsuelo…
—Yo quiero un hombre completo, no a un bulto —me bufó cuando hice el último intento por conquistarla y perdí las piernas. Me arrastré tras ella ayudado por el brazo que aún tenía.
Areli soltó tremenda carcajada, pateó mi brazo que se perdió en la arboleda del parque y ella se echó a correr. Yo quedé tumbado, retorciéndome como lombriz agónica.
De pronto, apareció Areli acompañada de un hombre; éste cargaba una jaula.
—Esta cosa es, mételo a la jaula —dijo Areli mientras me arrojaba un escupitajo…
Y por eso estoy aquí, al lado de la mujer barbada que, junto con el pollo de cuatro alas, me rascan cuando tengo comezón.
*
En algún momento le mostré el cuento a mi amor imposible. Mi intención era que ella se diera cuenta de la crueldad amorosa que ejercía sobre mí. Pero ella, tan vanidosa y egoísta, sólo se sintió más adorada por el simple detalle de que allí aparecía su nombre. Mi metamorfosis, aunque simbolizada en ese cuento, sólo confirmó mi paso de mejor a peor como de peor a mejor: parecía seguir la máxima de Píndaro: “¡Hazte el que eres!”. ⚅
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[Foto: Paul Medrano]







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