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Juan Gabriel y nosotros

  • Juan José Rodríguez
  • hace 14 horas
  • 3 Min. de lectura

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La primera nota de prensa que escribí con un jefe de información viéndome sobre el hombro cada renglón (y sugiriéndome frases muy buenas o quitándome las fallidas) fue después de un concierto de Juan Gabriel en 1990, con María Antonieta Barragán Lomelí, quien me enseñó que el periodismo es otra forma de la lucha libre.

Debía tener rapidez, imaginación, equilibrio y caer con gracia cuando sucediera. Las palabras eran suyas y provenían de la escuela de la crítica de danza Patricia Cardona.

Fue el concierto del Cuarto Festival Cultural Sinaloa en la Plaza de Toros de Mazatlán. El artista irradiaba su polémico momento cumbre, poco después de haberse presentado en el Palacio de Bellas Artes.

Algunos críticos comenzaron desde entonces a referirse al recinto como el Teatro Blancota o el Blanquito, porque a partir de ahí se abrió más a los artistas populares. (La primera fue una sinaloense, Lola Beltrán).

Aquí, en Mazatlán, no hubo repercusión negativa en los medios ni en el público, que colmó el recinto e hizo algo similar al día siguiente en Culiacán, evento al que asistió el gobernador en turno, Francisco Labastida Ochoa.

Juan Gabriel había alcanzado una plenitud artística. Era su mejor hora.

El credo de Alberto Aguilera era saber ser feliz con la forma en que era uno mismo, según reza una barda con su rostro en Ciudad Juárez. Y vivía alejado de muchas cosas en ese momento y eran raras las entrevistas que otorgaba.

Fue el primer artista popular mexicano que puso como barrera el hecho de cobrar por conceder entrevistas: sabía que una conversación suya era material suficiente para aumentar un tiraje o rodear de un aura de respeto a un medio o a un simple reportero.

Eso era Juan Gabriel en escena, pasados los primeros minutos formales de sus conciertos. Ya cuando entraba la hora del popurrí de sus temas bailables o prestados, era una fuerza de la naturaleza incontenible que improvisaba o alteraba las letras.

“Todo hombre es un instrumento y la vida su melodía”, dice un muy antiguo proverbio judío. Este señor combinó ambas cosas y, sin decirlo ni asumirlo, fue pionero en la aceptación de la diversidad en este país.

Le costó burlas y algunas caídas artísticas, pero siempre salió indemne de esas pruebas y el público le dio su ovación pública y clandestina.

Fuera de ironías y sarcasmos, Juan Gabriel es nuestro García Lorca en cuanto a la música popular. Hasta Jorge Castañeda estuvo hablando de Juan Gabriel, sosteniendo que fue parte de “la modernización del alma mexicana”. Otros lo han comparado con Michael Jackson, pero JuanGa nunca cayó en los delirios del mal gusto o en el dedo índice de los humillados u ofendidos.

Juan Gabriel, como Rigo Tovar, empezó cantando en inglés. Se volvió un fenómeno de masas social, económico y político a ambos lados de la frontera, él, que vivía en una frontera.

Si lo comparamos con Gabriel García Márquez en cuanto fenómeno cultural de masas de fin de siglo, “Querida” es el equivalente a Cien años de soledad en la trayectoria creativa de Juan Gabriel.

Conclusión: Juan Gabriel es como el I Ching. Tiene una canción para explicar cada estado de la mente y del sentimiento humano. Pongan al azar sus obras completas y encontrarán siempre, en la canción que elijan, un eco de cualquier duda que tengan en ese momento.

Para cerrar el tema, podemos decir que Juan Gabriel es un ejemplo de sanación a través del arte. Tuvo, antes del éxito, una vida digna de Sófocles y, después, todo fue un filme feliz de Pedro Almodóvar. Murió en una gira intensa seis años después de haber llegado a la tercera edad.

Nadie lo ha dicho, pero el temor de muchos artistas es fallecer durante una gira, lejos de su hogar y de los seres queridos. Por fortuna, el señor Juan Gabriel solía viajar con buena parte de sus familiares en esos momentos y no murió solo.

Ahora, el documental de Netflix que generó esta nota nos revela algo muy triste: a Juan Gabriel le tocaba una segunda operación del corazón y se negó a hacérsela. Como Jim Henson, el creador de Plaza Sésamo, no creía en la medicina científica, y ese desapego y desprecio finalmente también lo mató.

¿Por qué la gente triunfadora a veces se infantiliza tanto cuando nadie les pone límite? Son los casos de Henson, Juan Gabriel y Michael Jackson.

Hay que saber ponerse un alto y confiar en los llamados “amigos ancla” o en la familia antes de abandonarse a la inercia que nos lleva a ese lento suicidio que puede ser la depresión. El éxito total no salvó a Alberto Aguilera Valadez de ese negro fantasma que a todos nos acecha y este documental nos confirma, en voz de sus allegados, que lentamente se dejó morir. ⚅

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[Foto: Carlos Ortiz]

 
 
 

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