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La ansiedad es la patria

  • Jacinto Arriaga
  • 23 jun
  • 3 Min. de lectura

Uno no lee Carta natal con los ojos: la escucha desde el pecho, la siente en las rodillas, le pica entre los dedos. Como los libros que saben que no hay cuerpo sin lenguaje ni lenguaje sin herida, este es un libro de órganos, no de conceptos. Marxitania Ortega ha escrito una obra en la que el dolor no se piensa, se articula. Y lo hace desde Acapulco —ese lugar real y simbólico donde la piel suda y la historia arde—, pero también desde la infancia, el cuerpo, el deseo, el insomnio, el hambre. Desde todos los sitios que, en la poesía mexicana contemporánea, suelen estar decorados o evitados, no habitados.

Este no es un libro de poesía en el sentido tradicional. Carta natal no quiere ser un libro bonito. No quiere gustar. No quiere redimirse. Es un libro hecho de materiales vivos: zapatos, ansiedad, memoria, sudor, casas húmedas, muñecas, niños, axilas. La poesía, aquí, es una forma de supervivencia, de digestión lenta. Marxitania no escribe desde un yo lírico bien portado, sino desde un yo múltiple que se arrastra, que llora, que bebe, que respira hondo para no colapsar, que se ríe a carcajadas en silencio mientras da una consulta de astrología.

Leer estos poemas es como abrir una casa en ruinas: no hay orden, pero todo está vivo. Los poemas saltan de un tono a otro, de una estructura a otra, de un campo semántico al siguiente, como si la escritura fuese el verdadero campo de batalla de una mente que piensa más rápido que la sintaxis. Ortega nos muestra que la linealidad es una trampa y que la poesía, si quiere hablar del cuerpo, tiene que parecerse al cuerpo: contradictoria, impredecible, sucia, hermosa, cruel. Aquí se nombra de manera tan directa la ansiedad, la herencia familiar como trauma incrustado, el miedo en la pelvis, la rabia en las encías. Ortega hace con su poesía lo que hacía Clarice Lispector con la prosa: no nos da un mapa, nos da un cuerpo. “Mi cuerpo está lleno de entes”, dice. Y no hay verso más literal en todo el libro.

El yo de Carta natal no se exhibe: se expone. No busca la identificación sentimental, sino la verdad del músculo. Esta poesía tiene algo de la rabia de Sylvia Plath, pero también algo de la risa dolorosa de una mujer en el IMSS esperando una receta para su tristeza. Ortega habla del supermercado, del scrolling, del dolor mandibular, del insomnio, del miedo, del cansancio de ser útil. Lo hace con precisión y caos, con humor y filo. Pero sobre todo con algo que rara vez se encuentra en la poesía: estructura orgánica. Aunque parece fragmentario, el libro tiene una arquitectura de coral: todo es parte del mismo arrecife emocional, aunque no veamos el plano.

La cuestión central no es cómo vivir mejor, sino cómo habitar un cuerpo que no nos deja vivir. Cómo sostener la vida cuando la herencia familiar y la precariedad y el deseo y la repetición sobrevuelan todo el tiempo. Esta escritura no busca consuelo. Busca nombrar. Y cuando uno nombra, ya no puede fingir que no ve. Es un texto lleno de poemas que no se creen poemas. Que no necesitan justificar su existencia. Lo son porque nombran, porque duelen, porque arden, porque hacen que nos tiemble la garganta y nos duela el cuello. Es un libro incómodo y, a la vez, vital. El diario de una mujer que se sabe cuerda en su locura. Que convierte su ansiedad en cartografía. Que convierte su casa derruida en laboratorio astrológico. Que habla con su hermana, con su madre, con su ansiedad, con su oficio de la escucha, con su yo que escribe sin magia y mira el cielo buscando sentido.

Carta natal es un libro para leer con el cuerpo. Y si después de leerlo no sientes algo —asco, ternura, hambre, miedo, deseo, tristeza—, entonces quizás no tengas cuerpo. Porque aquí, en estas páginas, la poesía no es un género literario: es un animal que muerde. Eso es lo que hacen los libros que importan. Te muerden. Te rompen la cúpula. Te hacen recordar que también tú tienes pies, espalda, manos, dientes, madre, tierra, agua, ansiedad, y un miedo redondo alojado en algún lado, esperando que alguien —una poeta— lo diga por ti. ⚅

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[Foto: Carlos Ortiz]

 
 
 

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