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La casa es el lugar que nos protege de la muerte

Citlali Guerrero

En Nadie me dijo, el fruto de la muerte toma la conciencia de la verdad de la muerte.

Su primer verso: “Nadie me dijo que en medio del dolor /se elige el vestido mortuorio”, encierra el mayor y más doloroso misterio de la humanidad: el dolor de vestir a la muerte, y la pregunta que ningún filósofo, escritor y científico han sabido responder: ¿qué hay más allá de la muerte? ¿Y por qué somos para la muerte, como lo planteó Heidegger: “ser para la muerte”? ¿Y a eso se reduce la humanidad?

Esta es la primera interrogante del libro de poemas de Gela Manzano y es que nadie nos ha respondido esta pregunta fundamental, ni siquiera Dios.

Y después de la muerte más cercana a nosotros, los pasos por la casa, la cama en que se duerme, la forma de tomar la cuchara para llevar la sopa a la boca, el color favorito, el vestido lindo de primavera y de verano, la forma de sentir la lluvia, el frío de invierno y recoger las flores del otoño, nos acompañan para siempre, en esa rotura que seremos hasta que también nosotras lleguemos a la muerte, y esa rotura que alguna vez fuimos será de otras, de otros, que ocuparán la silla y el aire puro del dolor.

Con la poesía de Gela Manzano es volver al dolor primigenio, el mismo que debió sentir el primer humano sobre la tierra, las mismas lágrimas con las que se regaron las primeras flores, el primer estallido de luz después del llanto por la muerte.

Pero ¿qué era la muerte entonces? ¿Y qué es la muerte ahora, si no un silencio en la tormenta y ese otro silencio más quedo en la intemperie? O ¿ha cambiado con el tiempo el sentido de la orfandad?

Leo Nadie me dijo y me coloco ahí, en el primer instante de sentir la muerte sin saber a ciencia cierta qué realmente es la muerte y por qué Dios no tiene respuesta alguna a esta interrogante que no cesa y no cesará hasta que el universo se detenga o colapse, como prefiguran los científicos, pero también los poetas, porque al final, científicos y poetas se valen de imágenes para describir tanto la ciencia como el sentimiento. Siempre han estado más cerca de lo que la tradición nos quiere hacer creer.

Esa primera pregunta, cuando aún las palabras no eran palabras, sigue intacta en el devenir del tiempo, sigue ahí con las mismas dudas, el mismo misterio y la misma falta de respuesta.

Y sin embargo, el duelo, como la paz, no se vive a solas, se comprende en lo otro, en el que te mira y escucha con amor, en las manos que ofrecen agua a los sedientos, se vive y se supera en comunidad, en el consuelo de las manos del otro, en la mirada amorosa de quien te escucha y te abraza.

Hay soledades que saben nombrar muy bien la realidad que las sostiene, hay otras en las que somos torpes, bruscas, damos manotazos al vacío con la ansiedad de encontrar alguna cuerda, un hilo que guíe nuestros pasos por la nube. Pero Gela sabe nombrar la muerte aunque le duela. Ha logrado trascender el dolor y, tal vez, no tenga el poder de los dioses griegos para convertir en una estrella del firmamento o nombrar alguna constelación con el nombre de su hija. En lugar de eso, ha escrito un libro maravilloso de amor y nos lo comparte, nos lo pone en la mano, asequible, muy cerca de nuestro corazón para que podamos latir con ella en cada palabra que la nombra y nos nombra al mismo tiempo.

A través de su poesía, no hace falta mirar el firmamento para observar al ser querido visitado por la muerte. Eso era lo que necesitaban los dioses griegos para calmar su dolor. En cambio, Gela nos dice que con las palabras podemos encontrar las maneras de calmar la soledad de la muerte, y me gustan más las palabras que el poder de intervenir el firmamento, de alterar el orden natural del universo.

Dice Josep Maria Esquirol que “En realidad, sólo quien es capaz de soledad puede estar de veras con los demás”.

La muerte ilumina el camino de luz, pero para ello es necesario atravesar la distancia, y ahí la autora es como un candil individual, hacia ella misma, pero que a la vez irradia a los demás. A los que se asoman a sus versos les llega esa tenue luz del candil que lleva a un puerto seguro aunque triste, como una guía de tristeza y de belleza.

Una luz que se da y nos conforta ante la tragedia y lo que de ello se pueda derivar, tal vez como dos alas a punto de emprender el vuelo o dos alas que deciden reposar ante el lago Estigio.

“Que cada cual sea su inicio”, nos recomienda Josep Maria Esquirol en su libro La resistencia íntima, una filosofía de la proximidad. Que cada quien sea su muerte, nos parece decir Gela, y ser plenos y auténticos en ello, porque es la parte con la que se llena nuestra vida.

El claro de la paz, como los claros del bosque en medio de tanta maraña, de tanta sombra que aplasta y asfixia un cuerpo en resistencia ante la muerte del ser más próximo que se tiene sobre este planeta: las hijas. Ahí también debemos ser con todo el dolor que ello implica y saber y aprender a vivir con ello, sin el rechazo, sin la pretensión absoluta de querer ser siempre dicha, nunca llanto. Esta pretensión es antinatural, pues el día se conforma de claridad y oscuridad. ¿Quién nos habrá convencido de que debemos ser siempre dicha?

En la muerte hay algo, hay todo y hay nada, aunque la pregunta original de Leibniz sea: ¿por qué hay algo y no más bien nada?

La pregunta recurrente del ser humano: qué hay después de la vida, qué hay después del universo, qué hay en la muerte, seguirán existiendo y las debemos responder sin angustias, sin pesares, sin dolor, aunque nadie nos haya dicho. Solo somos un simple tránsito entre el día y la noche, entre el cielo y la tierra, entre vida y muerte, entre bien y mal. Ahí oscilamos, ese es nuestro destino, y comprenderlo y aprehenderlo nos hace menos difícil, complejo y doloroso el camino, la estancia, el habitar.

Solo hay la negación porque existe la nada, según Heidegger. Si la nada y el todo nos anteceden, y la vida y la muerte nos sobrepasan, ¿cuál es el sentido de nuestra existencia entonces? ¿Para qué nacimos y por qué morimos?

¿Cómo afrontar este estar siendo, este habitar la tierra? Gela nos da algunas pistas, algunos atisbos, y también se pregunta: ¿Dios, adónde se ha ido? ¿Qué dices, Dios?


“Voltea tu rostro

mírame aquí

no puedo con esto

¿qué debo hacer?"


La angustia es nuestra forma de respuesta a las preguntas fundamentales del ser humano. El vacío, el dolor, la resistencia.

La muerte está llena de sí misma y de la nada sin explicación alguna. Ya nació con nosotros, pegada a nuestras entrañas, a nuestros corazones. Dice Gela en uno de sus versos que “La muerte no es un error”, y yo le creo y le respondo: hay que ir hacia el origen para reconciliarnos con el dolor de la muerte desde el principio.

¿Quién puede salvarnos?, se preguntó Heidegger. ¿Alguien puede salvarnos de la vida y de la muerte? No solo un dios; no solo la creación artística; no solo la oratoria política; también la proximidad, dice Esquirol. Estar cerca, tocar nuestras manos, mirarnos el uno con la otra, comprendernos, abrazarnos, reírnos, escucharnos, estar en casa, lugar poético que nos comparte Gela. Todo esto, sin duda, puede mitigar el dolor ante la muerte.

La casa salva, la casa no es solo el lugar que nos protege y nos guarda. Nosotros mismos somos nuestras casas, nuestra casa está en nuestro corazón, y hasta ahí entran los poemas de Gela. Demorar ante la muerte, permanecer ahí el tiempo necesario, el suficiente, el breve tiempo o la eterna permanencia, porque se es vida aún con la muerte a cuestas. ⚅

[Foto: Carlos Ortiz]

 
 
 

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