La telaraña invisible
- Ángel Carlos Sánchez
- 27 oct
- 10 Min. de lectura

Desde la antigüedad se han reunido los poetas para escucharse entre ellos o para intercambiar información o “tallerear” sus composiciones; no mucho se sabe de eso, pero es lógico que alguien que aprende a leer y escribir suela reunirse con quienes también lo hacen. La mayoría de los que recuerda la historia literaria se sentaron a las mesas de los poderosos para escucharlos, contar y cantar sus vidas para ganarse el pan o favores o privilegios. Hubo también quienes escucharon a los pueblos y escribieron de ellos y para ellos. Aunque siendo casi toda la gente analfabeta, la comunicación era necesariamente oral, así que muchos se convirtieron en juglares, y gran parte de sus composiciones fueron recogidas tiempo después como expresiones populares que no se adjudican a ningún autor en particular.
Los pocos que fueron miembros de las cortes son los que más trascendieron, puesto que sus mecenas sabían que en sus obras literarias ellos también permanecerían y se preocuparon de que sus trabajos fuesen copiados de manera suficiente. Esa relación entre el poder y los creadores de arte ha permanecido en todas las sociedades que llevan registro de su historia y está tan vigente ahora como en la antigüedad, y causa que muchos compitan entre sí para demostrar a los poderosos que son dignos de su mecenazgo, ya sea público o privado. Con algunas excepciones.
Pero los artistas se siguen reuniendo, y en el caso de los poetas esos encuentros son tan comunes que difícilmente puede alguno hacer su obra completamente aislado. Cuando hay tan pocos lectores, el oído de alguien que se supone formado o informado sobre la poesía es especialmente valorado por sus compañeros de actividad. O así debiera ser, idealmente. Durante los últimos siglos, los grupos de escritores se reunieron generalmente alrededor de alguna ideología que analizaban y valoraban entre todos como posibles rutas de sus trabajos creativos. De esas tertulias salieron a veces nuevas corrientes literarias, innovadoras, refrescantes del ambiente cultural que, después de un tiempo, tiende a ser conservador.
Las vanguardias de principios del siglo veinte fueron una respuesta al anquilosamiento de finales del siglo diecinueve, y su irrupción rompió la dependencia de la literatura a un discurso ordenado y ornamental que incluso el modernismo había formulado como una propuesta innovadora. Por primera vez, algunos grupos no intentaban sólo proponer nuevas tendencias para destacar sus propias obras, sino que también cuestionaban todo el sistema. No es casual que al mismo tiempo sucedieran en el mundo insurrecciones con intención socializante. Tanto la forma como el fondo fueron desestructurados y vueltos a organizar de un modo más libre y provocador que raramente se ha repetido en movimientos posteriores.
En México y Latinoamérica hubo, a su vez, algunos núcleos que asumieron también esa postura contestataria de la mayor parte de las vanguardias, pero adaptados a un ambiente inestable que los empujó a volverse críticos hasta cierto punto, como es el caso de los estridentistas. Hasta entonces, casi todos los aspirantes a escritores habían buscado —y muchos continuaban haciéndolo— el cobijo de algunas publicaciones o el “prestigio” de instituciones que poco tenían de liberales. Los ateneos eran un espacio para divulgar y controlar la cultura producida bajo cierto status, con reglas organizativas en general repelentes para algunos creadores más atrevidos, que siempre los hubo.
Los poeticistas, entre quienes destaca por su postura crítica hasta el final el filósofo y poeta Enrique González Rojo Arthur, fueron —según la opinión de alguno de ellos que después pasó al bando oficialista— un movimiento fallido que pretendía alcanzar una literatura que se definiera a sí misma. Aparte de esas cuestiones estéticas, que merecen una revisión más atenta, González Rojo fue el primero que se atrevió a definir de manera crítica a la mayor parte de los grupos literarios que se organizaban entonces en torno a un fin generalmente no estético, sino alrededor de intereses de otro tipo: el económico, el político o con la intención de lograr prebendas y reconocimientos del Estado. Las llamó “mafias literarias”.
Desde entonces, y sobre todo en la etapa en que el poder buscó neutralizar la posible crítica proveniente de “intelectuales” y literatos, en tiempos de Salinas de Gortari, institucionalizando el “apoyo” a los creadores, han existido —siguen aquí— esos núcleos que por medio de la escritura buscan obtener tanto recursos materiales como puestos en instituciones culturales —o no—, becas, promoción, premios y reconocimientos. Aunque a cambio tengan que entregar su sentido crítico —si es que lo tenían— y ganarse la indiferencia o incluso el desprecio de una minoría lectora que se daba y se da cuenta de ese intercambio.
La presencia de esos grupos en la vida cultural del país ha sido un lastre para quienes aspiran a obtener resonancia y compensación por la calidad de lo que escriben, y no por su pertenencia a un sistema viciado que se mantiene entre la “casta seleccionadora” que otorga prebendas a gente que con todo cinismo entrega esos “estímulos” oficiales a sus familiares o conocidos, con quienes en general comparte intereses de grupo, o mejor dicho, de “mafia”, como las definió González Rojo.
Aparte de la discusión acerca de la justicia que implicarían esos “apoyos” a gente que realmente los necesite, salta como principal grieta del tema el modo en que se otorgan privilegios a unos cuantos seleccionados por otros cuantos, y en cambio se deja a la mayoría en el abandono, en nombre de la inhumana y simulada “meritocracia”. Cabe destacar que esa es la forma en que de por sí actúa en todos los ámbitos el sistema capitalista. Pero sin importar la dudosa filiación ideológica del gobierno en turno, el esquema se repite: en la bonanza se reparte más dinero a algunos cuantos —aunque difícilmente del sector cultural—; en la estrechez, se retiran antes que de cualquier otro lugar los recursos de las instituciones que tienen que ver con la cultura, si es que no son definitivamente extinguidas.
En ese escenario, que ha sido y sigue siendo en general un simulacro de interés o preocupación de la clase gobernante por los pueblos, ha habido —y hay— quienes siempre han optado por no esperar a que el sistema cambie, sobre todo en un país en el que el nivel de lectura es tan bajo que nos sitúa en los últimos lugares del continente. Además, en una región tan asediada por la miseria y la violencia, donde el Estado no puede controlar y mucho menos acabar con los grupos que ejercen el poder de facto. En esos lugares, a pesar de todo, se hace un poco más necesario y urgente aquello de que únicamente el pueblo puede salvar al pueblo.
En medio de ese abandono coincidieron al iniciar este milenio en la capital del estado de Guerrero unos jóvenes escritores con un entusiasmo adolescente pero también con una rara determinación tal vez impulsada por las lecturas sugeridas por un vendedor de libros ambulante que tenía el deseo de que su actividad tuviese más significación que la pecuniaria —¡Salve, Chilo, donde quiera que estés!— y la intoxicación prematura por leer la poesía de algún poeta guerrerense casi desconocido pero aún de espíritu libre. Quizá después de alguna tertulia en la que hubo demasiados brindis se encontraron enredados en un proyecto que despertó de ellos y en ellos la certeza de que para que hubiese un público lector debía haber un acercamiento no sólo entre los creadores sino entre estos y la gente no lectora. La Tarántula Dormida.
Es cierto que no fueron los únicos ni los primeros; en Acapulco, por ejemplo, el grupo autodenominado Los Caballeros de los Espejos, llevaba algún tiempo realizando un encuentro anual llamado El Sur Existe a pesar de Todo —o algo así, cito de memoria— en el que generosamente permitían la participación de cualquiera que deseara leer su obra, tuviese o no formación literaria. Se trataba de un evento tan incluyente como disperso al que habría que reconocer la buena fe y la paciencia casi estoica que pretendía generar un espacio en el que pudiesen escucharse mutuamente los creadores literarios del puerto y algunos invitados que se atrevían a hacer el viaje para participar.
La llegada de los tarántulos —como luego fueron conocidos— causó desde el principio una buena impresión en algunos emigrados que por esos tiempos volvíamos a Guerrero con la esperanza de apoyar una incipiente actividad que el estado nada más simulaba para atraer turismo, por lo que tanto ellos como nosotros comprendíamos que si habría una literatura guerrerense más allá de los pocos referentes que se conocían casi únicamente en el ámbito regional se debería generar y apoyar por los grupos independientes que como ellos buscaban no sólo lucir sus obras primerizas para lograr reconocimiento personal sino construir una estructura que fuese a su vez formativa y promotora en una región casi completamente olvidada por el oficialismo cultural.
Esa preocupación por lo colectivo —conectivo— más allá de los intereses personales o de grupo que caracterizaba y caracteriza a las mafias literarias era y es una actitud distinta a la tradicional que tenían otros núcleos en diferentes partes del país para obtener recursos del estado. Ellos hicieron de su trabajo personal —muchas veces invirtiendo también sus propios recursos económicos o consiguiendo patrocinios— el eje de las actividades que han logrado convocar durante ya un cuarto de siglo a gran cantidad de creadores que han llegado a Chilpancingo no sólo para presentar su obra sino también para participar de otros modos: dando conferencias, talleres y pláticas informales que apoyan a los afortunadamente ahora más numerosos narradores y poetas en formación.
Aunque algunos de quienes acompañaron al principio o en diferentes momentos al movimiento arácnido se hayan alejado, la mayor parte continúa su trabajo creativo o de difusión con otros miembros del núcleo o de manera individual. Carlos F. Ortiz (Charly Feroz), Erick Escobedo, Úlber Sánchez, Paul Medrano, Kosovi Ocampo, Sandy Robles, Enrique Luna y algunos más que por el momento no recuerdo, formaron parte de esa entrañable semilla inicial que siempre recibió y sigue recibiendo a tantos y diversos creadores del resto del país e incluso algunos de otras partes del mundo no sólo con entusiasmo que continúa siendo juvenil sino también con un humor capaz de hacer sonreír al más solemne o amargado, como es el de quienes no tienen nada que fingir porque hacen lo que les viene en gana y disfrutan de ello.
Por supuesto también han tenido y tienen detractores como es normal e incluso deseable para generar una necesaria autocrítica que les ayude a organizarse mejor, pero difícilmente ha habido una etapa en la cual no aportaran algo al ambiente cultural del estado e incluso del país. Desde las primeras reuniones y lecturas que hicieron en el efímero café Don Cafeto que les abrió sus puertas durante algún tiempo, prácticamente no han parado más que para reorganizarse y volver a la carga.
Han acumulado lecturas públicas de poesía en diversos escenarios: cafés, bares, escuelas, kioscos, mercados, con la finalidad de acercar a los creadores con sus posibles lectores; talleres, ferias de libros, encuentros de escritores y publicaciones. Atrás de la raya, una de las pocas revistas con intenciones culturales hechas en el estado fue sostenida durante cinco números que ahora son de colección, puesto que ahí publicaron varios escritores que hoy tienen presencia y reconocimiento fuera del ámbito local.
También dieron frescura y humor en su sección cultural La Bala Perdida a un proyecto que fue referente durante años del periodismo libre y crítico: Trinchera. Pero no es menor su contribución a la definición de una entonces poco reconocida o incluso negada “literatura guerrerense” al generar una colección de 24 plaquetas de poesía de autores locales —Ediciones La Tarántula Dormida— aunque en un tiraje tan breve que hoy es muy difícil conseguir alguna. Gran parte de los ahí compilados son ahora conocidos y reconocidos a nivel nacional.
Es verdad que —como ya señalé párrafos arriba— no fueron los únicos. Durante esa misma época se desarrollaron encuentros de escritores —sobre todo en el bello puerto— que buscaban atraer hacia el estado la atención de grupos de poder en el sistema cultural —mafias literarias, pues— y que desde el principio mostraron su interés por generar vínculos que les fuesen beneficiosos para impulsar figuras locales a un nivel más cercano del presupuesto nacional. Ganar influencia a costa de perder autonomía. El conflicto de siempre.
Independientemente de qué tanto los miembros de La Tarántula Dormida fueron incluidos en esos eventos, puesto que se lo habían ganado por sus contribuciones no sólo personales sino colectivas y tratándose además del ejercicio del erario, comenzó a ser notorio que había estado desarrollándose en la entidad una literatura digna de ser observada con atención. No sé si esos encuentros continúen ni de qué modo, pero sí estoy consciente de que varios miembros del colectivo que ahora recordamos siguen trabajando en pos de una formación y difusión de lo hecho en el estado como no lo han intentado nunca las instituciones y sus burócratas.
La editorial Ícaro creada por el poeta Úlber Sánchez, uno de los principales tarántulos, por ejemplo, es ya un referente de que se puede editar con gran calidad incluso en una entidad tan pauperizada como la nuestra. El portal laflecharoja.com, iniciativa de Paul Medrano, Carlos Ortiz y Brenda Ríos reúne a más de 60 narradores y poetas de tan diversa formación y alcance que difícilmente serían incluidos en un mismo espacio por otros núcleos de adscripción local. Capote.biz es al menos en parte otra de esas ramas de su trabajo que mantienen la discusión y el análisis necesario de una realidad local y nacional cada vez más compleja.
Es verdad que visto desde el poder o desde la ambición del poder, lo realizado por La Tarántula Dormida puede parecer nimio porque ha sido hecho con los pocos recursos al alcance de jóvenes creadores a quienes los núcleos poderosos quieren encasillar como “locales” o denostarlos porque no han querido formarse en las filas donde se obtienen los grandes presupuestos a cambio de alinearse y abandonar la independencia de opinión y de acción.
Cada uno de los grupos —y también los individuos— que han participado en el desarrollo de la literatura y el arte en general en la entidad aún sin darse cuenta o sabiéndolo son la raíz de un posible mejor futuro para las nuevas generaciones, porque la vida mejora un poco cuando se percibe o se toca el mundo conscientes de que —a pesar de toda la crueldad ejercida por las clases supremacistas— mantiene su brillo estético.
A todos ellos algo debemos y es bueno reconocerlo, incluso a quienes buscaban o buscan únicamente un logro personal —eso que llaman éxito—. Pero La Tarántula Dormida es especial porque en ningún momento ha abandonado su propósito y continúa tejiendo con voluntad conectiva esa red invisible que une a quienes queremos no únicamente sobrevivir sino hacer de esta realidad un espacio no sólo habitable sino gozoso. Los abrazo con agradecimiento y solidaridad. Ojalá nunca desistan.⚅
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[Foto: Paul Medrano]







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