Las muertas: Parece chiste, pero es anécdota
- Guillermo Vega Zaragoza
- 22 sept
- 3 Min. de lectura

Apunta José Revueltas, a propósito de la realidad y la literatura: “La realidad siempre resulta un poco más fantástica que la literatura, como ya lo afirmaba Dostoievski. Esta será siempre un problema para el escritor: la realidad literalmente tomada no siempre es verosímil, o peor, casi nunca es verosímil. Nos burla, nos hace ‘desatinar’ (como tan maravillosamente lo dice el pueblo en este vocablo de precisión prodigiosa), hace que perdamos el tino, porque no se ajusta a las reglas; el escritor es quien debe ponerlas”.
Seguramente lo más verosímil de la novela Las muertas, de Jorge Ibargüengoitia, sean sus personajes, y los acontecimientos que nos parecen más inverosímiles sean los reales, si hacemos caso de la advertencia inicial del autor. Y también, seguramente, los sucesos narrados que nos provocaron más hilaridad sean los que tienen un mayor apego a los datos proporcionados por una nota periodística aparecida en lo que conocemos como “nota roja”.
¿Hasta qué punto es verosímil la literatura? ¿Es más fantástica la realidad que la misma imaginación del escritor? ¿Es más absurda, más incongruente, más increíble?
Decía Oscar Wilde: “Yo puedo creer cualquier cosa, con tal que sea increíble”. Basta con echar una ojeada a los periódicos para corroborar lo que apuntaba Revueltas: sucesos inverosímiles que, con sólo aparecer publicados como noticia, toman el cariz de reales; declaraciones de políticos que se contradicen en la misma página; anuncios oficiales acerca del no aumento de precios que se desmienten tan pronto como se va al mercado… y así, hasta el infinito. ¿Qué mejor materia prima del escritor que la misma realidad periodística? Pero, a riesgo de parecer inverosímil lo narrado, el escritor tiene que adecuarlo a las reglas literarias para no pasar por linderos de la imaginería desbordada.
Temática y formalmente —digámoslo así—, Las muertas no presenta algo que no haya sido tratado ya con mejor suerte por otros escritores: las vidas y relaciones que convergen en las llamadas “casas non sanctas”: burdeles, prostíbulos, lupanares, congales, casas de citas o como sea. Las muertas no tiene la compleja estructura de La casa verde ni aspira a entrometerse tanto en la psicología de los personajes. No aspira a la concreción poética de La casa que arde de noche, de Ricardo Garibay.
Se acerca, en el tono, más bien a otra novela de Mario Vargas Llosa: Pantaleón y las visitadoras (caray, qué obsesión por los puteros de ese señor). La comicidad es el punto convergente. Sin embargo, el tratamiento es diferente: Vargas Llosa tiende más al retrato sociológico de la “fauna” peruana, con un afán de moraleja nacionalista. Además, se ciñe religiosamente a la geografía de su país. Ibargüengoitia, no. Él deambula por los parajes de la crónica policiaca (sin llegar al sensacionalismo ni al amarillismo), en un intento más periodístico que literario, o al menos eso parece, ya que esto contrasta con el tratamiento imaginario de los lugares donde se desarrollan los acontecimientos (aunque son perfectamente identificables en la realidad).
Aquí encuentra afinidades con otra obra: Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez. Sin el tratamiento mágico-mítico del Gabo, sin esa delación de pasado periodístico, pero con la obsesión reconstructiva que ha mostrado en obras anteriores (El atentado, Los relámpagos de agosto), Ibargüengoitia se regodea en el uso de la supuesta transcripción de declaraciones hechas en entrevistas a los actores del hecho; alardea con los sospechosos informes del secretario del agente del Ministerio Público. Esos fragmentos de libros, los documentales apéndices y hasta la foto son esfuerzos hechos con dos motivos: la verosimilitud de lo narrado y la intención de un humorismo satírico. Si no es por la advertencia inicial y la conmoción que provocó el acontecimiento en la opinión pública (hasta se hizo una película de gran éxito, con nombres reales y todo: Las Poquianchis, de Felipe Cazals), lo primero hubiera resultado completamente fallido. Pero sin lo uno no se explica lo otro: la intención satírica no hubiera surtido efecto.
Decía Ibargüengoitia: “Mi interés nunca ha sido hacer reír a la gente. No creo que la risa sea sana ni interesante ni que llene ninguna función literaria. Lo que a mí me interesa es presentar una visión de la realidad como yo la veo”. Y seguro que no estaba bromeando. Él creía lo que escribía y cómo lo escribía. Que ello fuera objeto de hilaridad es otra cosa. Diría la sabiduría popular: “La culpa no es del indio sino del que lo hace compadre”. La culpa no es de Ibargüengoitia sino de la naturaleza de los hechos. La realidad como materia prima de la literatura, pero que el criterio limita. Si Ibargüengoitia hubiera escrito todo exactamente como fue, todos hubiéramos respingado: “¿Pero qué se cree este tipejo, que nos estamos chupando el dedo? Eso que dice no puede ser cierto. A lo mejor sí pasó así, pero seguro que él le aumentó”. El humor como elemento de verosimilitud. ⚅
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[Foto: Paul Medrano]







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