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Literatura caduca y fósiles vivos en las bibliotecas

  • Geovani de la Rosa
  • 22 sept
  • 5 Min. de lectura

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Posiblemente la literatura no caduca. Lo que cambia son los lentes desde donde se la mira, los marcos de sentido que los lectores levantan cuando se aproximan a una obra. Si caducara de verdad, ¿cómo explicar que los libros del siglo XX sigan ocupando mesas de novedades, que los poemas escritos hace siglos todavía aparezcan en las redes sociales de lectores jóvenes, que la gente vuelva una y otra vez a esos “clásicos” que supuestamente pertenecen a otro mundo, que las historias épicas sean cantadas por un grupo que se volvió famoso en YouTube? Vivimos en una época donde todo es desechable, donde lo nuevo se convierte de inmediato en viejo y lo viejo en inútil. Y, sin embargo, ahí están las novelas de Dostoyevski, los versos de Sor Juana, resistiendo, vendiéndose, reeditándose, emocionando. No hay caducidad en la literatura, sino permanencia en el acto de leer.

Sucede que estos modos de leer se transforman. Cambian las preguntas que llevamos a los libros, cambian los tiempos de atención, cambian los soportes. No es lo mismo abrir un tomo encuadernado en piel en el siglo XVIII que deslizar el dedo sobre un dispositivo electrónico en el transporte público —aunque algunos, cerrados, ajenos a su tiempo, nostálgicos del mundo analógico y mecánico, no leen en pantalla—. Pero en ambos casos ocurre algo semejante: un lector que se abre al encuentro con palabras que no escribió, con voces que vienen de otra época. Y en ese gesto se demuestra que la literatura no se vence, no expira. Solo caducan las formas de acercarse a ella, los hábitos, los rituales de lectura.

Ahora bien, no podemos tampoco escribir hoy como se escribía hace siglos. El lenguaje se mueve y pasa con la sensibilidad del lector. Un poema barroco, con su engranaje de metáforas y artificios, nos deslumbra porque viene de otro tiempo. Si alguien intenta repetirlo tal cual hoy en día, sonará a eco vacío (para muestra están los imitadores de Neruda). De ahí que la creación contemporánea viva una tensión inevitable: hay autores que pretenden matar todo lo anterior con arrogancia, como si la tradición fuera un obstáculo y no una raíz; y hay otros que se encierran en la imitación, en el museo de las formas antiguas, sin arriesgar nada nuevo. Ambos extremos son estériles. La literatura, cuando de veras importa, ocurre en ese filo dialógico donde se cruzan lo que fue y lo que se escribe desde el presente, entre escuchar el murmullo de lo anterior y responder con una voz que solo puede nacer aquí y ahora.

No todo lo escrito tiene el mismo destino. Hay obras que mueren en su primera capa, que sirvieron a una circunstancia y quedaron atrapadas ahí. Pero hay otras que atraviesan épocas, que pueden ser resignificadas en distintos tiempos, que se dejan leer de maneras nuevas en cada generación.

Shakespeare puede ser releído desde la política contemporánea y la filosofía del poder. Kafka, como el notario de la burocracia absurda del siglo XX y como un profeta de la alienación digital del XXI. Homero puede mirarse hoy como un autor de migraciones y exilios, cuyas Odiseas resuenan en las travesías forzadas de quienes cruzan fronteras. Virgilio, con su Eneida, como poeta de la fundación imperial, pero también como cronista de la violencia que desplaza comunidades enteras. Dante puede ser revisitado desde la cartografía de las ciudades y sus infiernos sociales, la política del destierro, el tránsito de un peregrino que viaja entre mundos como si fuera también un migrante. Sor Juana Inés de la Cruz, más allá del barroco novohispano, es ahora leída como precursora de la crítica feminista, como voz queer que desacomoda el género y como pensadora de la libertad intelectual frente al poder patriarcal y clerical.

Mary Shelley anticipó el debate contemporáneo sobre biopolítica, cuerpos artificiales, monstruosidad y poder científico; su Frankenstein sigue vivo en cada discusión sobre inteligencia artificial, clonación o ingeniería genética. Joseph Conrad, en El corazón de las tinieblas, ya problematizaba la violencia colonial y la explotación de territorios, lectura hoy crucial para reflexionar sobre la devastación ambiental y el extractivismo. Emily Dickinson, que en su tiempo escribió desde el aislamiento y la marginalidad, fue apropiada por lecturas queer y feministas que encuentran en su silencio y su encierro una forma radical de resistencia. Herman Melville, con Moby Dick, pasa de ser un relato de aventuras marinas a una meditación sobre la obsesión capitalista, el poder destructivo del hombre frente a la naturaleza y la defensa del mar como territorio comunitario. Charles Dickens ofrece desde el siglo XIX una radiografía de la vida urbana, de la desigualdad, del niño en la calle, de la ciudad como maquinaria que produce exclusión. Walt Whitman puede leerse no solo como cantor de la democracia norteamericana, sino como un poeta homoerótico que inscribe el deseo masculino en el cuerpo político. Virginia Woolf es hoy figura central del feminismo literario y de la exploración de la subjetividad femenina. Aimé Césaire y Frantz Fanon, más contemporáneos, se leen como clásicos de la contracorriente: literatura que piensa la colonia desde dentro, que formula una filosofía del poder y de la resistencia negra frente al imperio. Ahí radica la diferencia, pues un libro caduca cuando se agota en su contexto y permanece vivo cuando admite múltiples lecturas.

Lo que permanece, entonces, no es la caducidad de los libros sino su capacidad de ser reactivados desde nuevas preguntas en torno al cuerpo, al género, la comunidad, el territorio, la ciudad, la migración, la filosofía del poder, en torno al hecho de la existencia humana y sus relaciones sociovitales. Cada época devuelve otros sentidos a los textos del pasado, los resignifica, los trae a la conversación del presente. En ese movimiento —en ese ir y venir de capas de lectura— la literatura demuestra su vitalidad. Lo que muere no son los libros, sino ciertas formas de leerlos. Lo que cambia es la manera en que nos acercamos a los libros. Y mientras existan lectores dispuestos a interrogar el pasado para dialogar con el presente, la literatura seguirá siendo todo lo contrario a un objeto desechable.

Por eso conviene no confundir caducidad literaria con caducidad de la lectura. Los libros están ahí, disponibles, latentes. Lo que varía es la disposición de quienes los leen. Cambian los soportes, cambia el tiempo que tenemos para leer, cambia incluso el tipo de emoción que buscamos en un texto. Y, sin embargo, mientras existan lectores dispuestos a estremecerse con palabras, a dejarse atravesar por una historia, a reconocerse en un verso escrito hace cien, doscientos, mil años, la literatura seguirá viva.

En realidad, lo único que caduca es la ilusión de cada época de haber encontrado el modo definitivo de narrarse. Esa ilusión se desvanece pronto. Cada generación se siente original, cada escritor pretende inaugurar un camino sin antecedentes, pero el tiempo demuestra que lo nuevo también se desgasta, que lo que parecía revolucionario se vuelve paisaje. Y, aun así, de entre esa maraña emergen obras capaces de acompañar a los que vienen después. Esa es la verdadera vigencia. No la inmortalidad abstracta, sino la capacidad de entrar en diálogo con futuros imprevisibles.

Por eso, cuando decimos que la literatura es caduca, tal vez lo que en realidad estamos nombrando es nuestra propia incapacidad de leerla con otros ojos. La caducidad no está en los textos, sino en la mirada que los reduce. Y si algo nos enseñan los libros viejos —no como estatuas de mármol, sino como libros todavía palpitantes— es que siempre habrá lectores capaces de abrirlos y encontrar en ellos una conversación con el presente. ⚅

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[Foto: Paul Medrano]

 
 
 

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