Comienzo a escribir este texto, permitiéndome hacerlo, por primera vez en mucho tiempo (más del que me hubiera gustado), mientras los trastes sucios del desayuno me esperan en el fregadero y la cama desordenada reclama mi presencia. Lo escribo también a contrarreloj, porque el niño ya va al kínder y este texto, la comida y la limpieza de la casa tienen que estar listas antes de la 1:30 de la tarde. Escribo esto con la inminente despedida hablándome al oído. Hay miedo, pero la esperanza, ése ecléctico concepto que nos inventamos para palmear la espalda cuando el futuro es incierto, no deja de convencerme que hay algo esperando por nosotros a donde sea que vayamos.
La consigna fue: mete todo lo que quepa en las maletas que, ingenuamente, compramos cuando la vida en común nos hacía apostar por un nosotros. Empaca lo importante, lo imprescindible… los libros no (por ahora), pero sí la ropa, los juguetes, los afectos que se tejieron en este pueblo quieto que tantas veces nos quedó corto. Allá vamos de nuevo, la vida es un movimiento perpetuo que no da espacio para pensar mucho, para armar listas de pros y contras, la vida no espera, decía mi abuela. Podría decir que estoy acostumbrada a las mudanzas, comenzó a ser una costumbre por el trabajo, pero también por el miedo. Nos movimos de cada lugar en cuanto los periódicos se mancharon con las notas del narco, envolví la cristalería de la casa con hojas del periódico que me recordaban por qué dejábamos aquel lugar.
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Llegamos al pueblo m(tr)ágico una tarde de domingo, cuando la gente suele congregarse en el zócalo, acaparando las bancas en un gesto de genuina insurrección, reclamando su derecho a habitar una ciudad que la “turistificación” les ha querido arrebatar. El niño sonríe desde su asiento, el cincuenta por ciento de sangre guerrerense que corre por sus venas, reconoce el calor del sur, adora las tardes violetas de octubre. Vimos la luna elevarse entre las torres de Santa Prisca. Lo logramos, pienso, acortamos la distancia que nos separa del mar, de nuestros afectos, de la red que nos ha sostenido amorosamente en este proceso tan difícil. El niño sonríe, yo también, ante la incertidumbre solo nos queda imaginar lo mejor, confiar en que nos espera siempre algo mejor.
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Nos preparamos para un octubre cruel, templamos los ánimos para sobrellevar los duelos, para encontrar formas de acostumbrarnos a las ausencias. Yo creo que no superamos la muerte, aprendemos a vivir con esta nueva versión del mundo, más triste a ratos, pero hermosa en su particularidad. Hermosa como la mañana que recibí un mensaje de José Luis Zapata, mi editor: Indómita Naturaleza acababa de salir de la imprenta. Rompiendo así un extraño maleficio que acompañaba a mis (dos) libros.
La Niña Pru, una plaquette que debía ser publicada desde 2017 por la colección editorial de la SECUG, permaneció enlatada durante cuatro años, hasta que en 2021 llegó a los lectores a través de una autopublicación (guácala, dirán muchas personas) que me exigió un pago emocional muy alto (experiencia de la que hablé, veladamente, en esta entrega de Capote Basada en hechos reales, una reseña quizá) pero que finalmente salió y se presentó, acompañada de la mano del querido Ari J. González, en El librero de Nabokov en diciembre del 2021. Y aunque la experiencia fue enriquecedora y cumplió con mi único deseo: llegar a la comunidad a través de un formato electrónico y libre para su descarga, el sabor de boca no fue tan grato, tan dulce.
Por eso la posibilidad de ver impreso De indómita naturaleza, en el stand Reverberante dentro de la Feria del libro del Zócalo, me tiene con el estómago revuelto. Me siento feliz, desde la experiencia de trabajo que tuve con el equipo de editores (Alejandra Martínez, José A. Gurrea y José Luis Zapata) que integran Reverberante, quienes me hicieron sentir acompañada y escuchada durante todo el proceso, hasta las lecturas de compañeras y compañeros en el oficio de la escritura, hay algo especial en esta posibilidad de resignificar un libro que escribí con un bebé pegado al pecho, anotando en el bloc de notas de mi teléfono tramas y personajes, procurando ser muy breve y puntual, para que, cuando al fin pudiera sentarme frente a la computadora, la semilla pudiera germinar, darme hilo para correr a través de los pasajes de mi imaginación. Pasajes, a veces, vencidos por la vida doméstica que atropella, por las mil preocupaciones que acompañan el primer año de vida de un humano.
De indómita naturaleza creció entre mis manos, espero que con la misma gracia que Lucio lo ha venido haciendo. Con esta alegoría no quiero decir que veo este libro como un hijo, para nada reduciría el vital trabajo que hacemos las personas que cuidamos y criamos con el proceso de creación de un libro, intento decir que Indómita naturaleza sobrevivió a eso, los cuentos se abrieron paso entre recetas del pediatra y dosis de medicamentos para la fiebre, para la tos, para el vómito. Las viboritas de teyolote sisearon entre los juguetes de Lucio y algunas veces nos pareció escuchar el ladrido de Sam. El libro está viajando a sus diferentes destinos. Sólo me queda esperar cómo es leído, tengo un poco de angustia, el síndrome de la impostora no es fácil de superar. Pase lo que pase, me siento acompañada. Este sentir que me habita reconoce a la perfección la noche que jamás olvidaré.
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Durante mucho tiempo deambulé por la casa como un mueble inesperado, como el objeto para el que nunca se designó un sitio, por eso cuando, el año pasado, Paul me invitó a participar de este pequeño empate de ideas de inmediato pude engancharme con el proyecto. Hay algo genuino brotando en este sitio. Ha sido un hallazgo maravilloso leer los artículos de compañeras y compañeros escritores que lanzan sus textos como botellas al mar. Leer y escribir en Capote me hace creer que por fin me encuentro dentro de la marea, participando de la retroalimentación que cada semana se propone en los LunesDeCapote.
Ha sido un desastre como dice David Espino, pero hay belleza en este desastre, hay un mensaje que encuentra ojos lectores y con eso podemos sentir que estamos capeando el temporal. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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