Nunca cumplirá al menos cinco años un árbol que siembre. Nunca volveré a mi tierra de origen. Nunca volveré a estar entre los primeros tres goleadores de una liga de futbol llanero y llegaré a una final que perderé una vez más. Nunca me reencontraré con aquel amigo de la prepa con el que quisimos asaltar el mundo. Nunca me subiré a un urbano para saltar perdidamente entre canciones de Eminem, Snoopp Dogg, 50 Cent y Dr. Dre mientras el tiempo pasa sin preocupación.
Nunca ingresaré a una residencia de escritura creativa para simular que escribo algún libro. Nunca platicaré de asuntos sin importancia con aquella constelación bajo una palma a orillas de la casa de mi madre y mi padre. Nunca crecerán otra vez esos dos arroyos que anegaban de misterios a mi infancia. Nunca plantaré un mango, un maracuyá, un nanche.
Nunca grabaré aquellas canciones que escribí en la universidad. Nunca volveré a sentirme sano porque mis órganos ahora sólo producen ácidos tóxicos en lugar de energía, de ilusiones, de anhelos por deambular sin rumbo las calles de Acapulco. Nunca aquella amiga lesbiana de la universidad me alagará diciendo que soy una máquina dedicada a trabajar y no a vivir. Nunca escribiré ese libro que me haga sentir satisfecho con lo que mi mente puede defecarle a esta realidad.
Nunca nadaré al ritmo de las fieras corrientes del Pacífico. Nunca volveré a descalabrarme mientras apeo una almendra. Nunca más mis pies no sentirán dolor cuando pise el suelo descalzo y mi piel no enrojecerá si vuelvo al monte crecido de junio. Nunca podré renunciar al trabajo sin buscar uno nuevo y mejor pagado cinco segundos después. Nunca tendré casa propia desde que se metió en mi cabeza esa estupidez capitalista de tener casa propia. Nunca construiré una ecoaldea. Nunca huiré de esta ciudad a la que aborrezco tarde, noche y cada mañana. Nunca tendré una muerte con vista al mar. Nunca veré a la distancia espejismos de adolescente, delirios de grandeza, alucinaciones nocturnas al arrullo del canto de un grillo.
Dicen que nunca digas nunca, que nunca renuncies a tus sueños, que nunca pierdas la esperanza. Pero la vida me ha enseñado que jamás vas a llegar a la cima si no eres un hipócrita, si no haces juegos sucios bajo la mesa y a la luz del día, si no te integras a una mafia. Ni siquiera sacrificando tu dignidad, tus principios y tus ideales te garantiza llegar a la isla falaz del éxito. Porque para eso se requieren altas cuotas de egoísmo, individualismo, pragmatismo, medir milimétricamente cada paso que das, cada decisión que tomas, cada palabra que dices en voz alta.
Quienes están en la cima son capaces de aparentar sociabilidad, comunidad, cercanía, sin embargo, sólo piensan en ellos y en sus miserias. Utilizan todo lo que la vida les va poniendo en medio de la carretera y lo chupan, se lo ensamblan para botarlo cuando es inútil. Adaptan negocios, estéticas, lenguajes, programaciones informáticas, fotografías, versos, párrafos, sabores de café y alimentos. Son genios del arte acomodaticio: amoldan discursos, propuestas, proyectos, obras, documentos oficiales, firmas, hasta declaraciones de impuestos con tal de conseguir lo que quieren. Y lo logran.
Los demás mortales estamos abandonados, vamos por la vida solitarios, resolviendo como podemos las responsabilidades que nos echamos al lomo, exhaustos, pero no hartos, de lo mundano de la vida cotidiana. Habitamos la época del destejido social, de la ausencia, de la lejanía, de la distancia irremediable con las demás personas y con nuestros propios pensamientos. Así que, si uno es un perdedor, resentido, lleno de rencor y rabia, lo mejor es decirse tres veces nunca cada noche antes de dormir y antes de levantarse de la cama con el pie izquierdo: nunca es nuestro destino, nuestra condena, nuestra miseria, nuestra realidad, nuestra herencia, nuestra utopía, nuestra quimera: nunca es el oxígeno que respiramos a diario. Nunca es mi estilo de vida, mi identidad. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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