Su santoral trajo Remedios pero le pusieron Porfirio, muy probablemente por su tío abuelo Porfirio Alonso, andariego y mercante de puercos. Fue el quinto de una familia de once hijos. Una familia de campesinos pobres; pero que contaba con el trabajo incesante de la abuela paterna: Victoria Alonso, que vendía camotes horneados y otros productos en la plaza del mercado. Cuando esta murió, Porfirio tenía cinco años. La casa de sus padres quedaría en el letargo de una larga y lenta pobreza.
De niño empezó a acompañar a su tío Jacinto Rodríguez, quien era orfebre y seguido salía a vender su oro en ferias y mercados de la región. Bien vestido se le miraba salir de su casa para irse con el tío. Este era un hombre con iniciativa. Estricto, trabajador, tempestuoso, cascarrabias, que traía el coraje por encimita. Esta personalidad marcaría profundamente al niño Porfirio. Apenas despuntó en la adolescencia agarró su propio camino. Su tío se había metido en cuestiones de las cuales ya no saldría vivo. Mató a un trabajador por causa de la borrachera. Entonces Porfirio se hizo solo. Se ausentó de su casa. Cuando se supo de él, ya era un ávido eléctrico: “marchas, alternadores, duales eléctricos y de aire”; ya había recorrido medio mundo. Cuando volvió fue para casarse con una muchacha del barrio, una mujer menuda y apacible que muchas veces ella sola aplacó al tigre que fue su marido.
Marimba fue el apodo del primer hijo de Álvaro Rodríguez: Florencio, muerto no hace mucho de amargura, si es que la amargura puede matar, muerto lejos de su tierra lleno de nostalgias de una infancia prodigiosa. Marimba fue el apodo del segundo hijo: Juan, que en los ochentas marchó a los Estados Unidos. Porfirio, en un principio La Polila, rotuló el apodo para su taller, y terminó por echar a andar tal palabra con los dotes de su personalidad y ser él el verdadero Marimba.
Ingenioso, imaginativo práctico, sabedor de los procedimientos de la técnica, tenía la audacia de los buenos inventores. Se puso monumental y gordo. Los noventa fueron años de mucha actividad y de pequeñas esperanzas, sus hijas nacieron por esos años. Con las personas que quería, no por otra cosa sino por la pura empatía, tenía el genio de la amistad. Le gustaba recibir visitas en su casa. Así como hay personas que cuidan con celo el peso que cae en sus bolsas, otras tantas no escatiman. De estos fue Porfirio. No cayó en la presunción ni en la ambición. De los business que hacía, luego ni cobraba. Dicen que hasta hubo quien medró a costa de su riesgo. No era tonto, era un hombre de aires desprendidos propio de los aventureros idealistas. Su preocupación era satisfacer sus necesidades cotidianas con su trabajo diario.
Si de por sí los talleres son lugares idóneos para la reunión, la tertulia y el ocio, a su taller llegaban vagabundos, cuatreros, asaltantes, fugitivos y hombres que vivían del riesgo. Muy joven le cayó el azúcar, que él llamaba quien sabe por qué “piorrea”, siendo esta una enfermedad de los dientes. Nunca le hizo caso en el sentido estricto de tomar pastillas y seguir dieta. Pero para controlársela se tomaba los remedios más inverosímiles como los cuiniques licuados. Ya para los principios del de los dosmiles su cuerpo volvió a ser enjuto. De aquellas amistades le vino la prisión que torció su vida. Por una banda de secuestradores que llegaba a su taller y que acaso él tuvo sus referencias pero que no pudo marcar su raya para deslindarse de sus actividades. Por falta de pruebas no fue sentenciado y a los seis años recobró su libertad.
¿Qué hace que un expresidiario que quiere fundar una nueva vida termine por enrolarse en la compañía? ¿Qué hace que un hombre de media vida, experimentado por lo demás, se ponga a las órdenes de los cabecillas que son un fiel reflejo de la clase gobernante en cuanto a la acumulación de la riqueza en pocas manos? Se pueden enumerar muchas respuestas pero no debe pasarse de largo la más sencilla: el sustento para su familia. Ahí empiezan las motivaciones y esperanzas de un hombre que dentro de la cárcel no perdió su instinto tribal de protector que a diario debe llevar comida a su casa.
¿Cómo ir de un lado a otro, cómo conciliar al hombre amoroso, proveedor, responsable con su familia al hombre que se pone a las órdenes de los mandamases de la extorsión y de “que chapotié la sangre”? Es un amasijo que llamaría la atención de cualquier estudioso de la conducta del ser humano. Se necesitaría un escritor del linaje de Dostoievski para comprender este drama en su más compleja intersección de caminos y cruce de circunstancias.
Esas personas que han exclamado: “¡Qué bueno, era un malandrín!”, esas personas que se creen superiores moralmente son incapaces, por medrosas, a cualquier ya no digamos acción sino de sostener una plática de interés público que implique valor civil.
Porfirio fue cazador, disfrutaba los platillos criollos, era de las personas que saborean y saben de los guisos de las güilotas, del tejón, del venado. Fue danzante, Centurión en los Moros que le bailan a la virgen de la Costita. Antes de caer preso, año con año él pintaba la Iglesia. Después de sus ratos furiosos había en él un temple sobrio y hasta elegante. Por eso tal vez le gustaba salir de Centurión, el danzante elegante por excelencia. Cuando ejerció de eléctrico se le miraba con sus trapos viejos de mecánico. Ya en sus últimos tiempos se le miró fajadito, como cuando de niño se alistaba para acompañar a su tío Jacinto a vender oro. Así murió, confiado, con sus botas nuevas para muerto.
Perteneciente a la generación X, nació en 1970, supo, disfrutó y sufrió la cocaína. La benevolencia de Dios le dio un cuerpo para aguantar la droga y las parrandas. El hombre busca acomodarse en la vida. El flujo de la vida luego se espesa, más aún tuerce el camino. El hombre pierde su quietud. No cabe en la vida, no se está conforme. Entonces se rebela. A veces se levanta y se hace fuerte; otras veces no. La vida sigue golpeando. Entonces el hombre siente que ha pisado mala hierba, que nació con el santo de espaldas. Los caminos se tornan más torcidos. Entonces el hombre inquieto sigue. Ahí están las drogas. El hombre se dirige hacia su destrucción. La vida, entonces, se vierte en la poderosa muerte.
Le gustaba la idea de morirse en la raya, no sucumbir hasta hacer su voluntad. Internado en el Hospital Regional, sufriendo de las fiebres por sus crónicas heridas de su pie diabético, no permitió que le amputaran la pierna. Pidió que lo dieran de alta en medio de aquellos dolores y por su cuenta buscó un médico. Al final se sintió complacido por tomar ese riesgo. Salvó su pierna, aunque le quedó un andar doloroso. Pero procuraba quejarse lo menos de sus dolencias.
En el terreno vacío que deja la muerte se puede decir si tal persona fue valiente o no. Porfirio, desde luego, lo fue. Ante la inminencia de la muerte se mostró inmutable. “Vete, Porfirio”, “Me voy, aquí en cualquier rato me matan, pero antes me llevo uno o dos por delante. ¡Vivo no me llevan!”. Las circunstancias de su muerte, el ardid que le jugaron, su cuerpo arrebatado en los estertores abonaron (“les pesaba, necesitaron un cuarto para levantar su cuerpo”) o tal vez definieron la leyenda que él mismo conscientemente se forjó.
Porfirio debió sentir tristeza, la tristeza de que la vida se le iba de las manos. La tristeza del hombre que no cabe en el mundo. Tenía el germen de un rebelde justiciero. La soledad de ese hombre abandonado por los camaradas, la soledad de todos los hombres que de pronto se recarga en uno solo. Su temperamento trágico, escandalosamente trágico, anunciaba su destino. Pero quien lo trató íntimamente sabe que ese hombre era capaz de ser amigo y decir las mejores palabras, los mejores consejos como cual más.
Mil veces hubiera sido un valiente a solas, guardián de su casa y protector de su familia y no recibir órdenes más que de su fuero interno, y no de gente que después de muerta tal vez no merezca, como él lo merece, el epíteto de valiente. ⚅
[Foto: DE]
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