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Superman: Propaganda, el Übermensch y el inmigrante

  • Agosto D. Lombardo
  • 21 jul
  • 4 Min. de lectura
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La leyenda de Superman, forjada por hijos de inmigrantes judíos, es un espejo deformante de las ansiedades de Estados Unidos sobre la otredad. Este extraterrestre que se convierte en Clark Kent encarna la fantasía definitiva del inmigrante ideal: borra su origen, se asimila sin cicatrices y dedica sus poderes cósmicos a defender el orden que lo acoge. Pero esta narrativa oculta una verdad incómoda: mientras millones son detenidos en fronteras o mueren en travesías desesperadas, Superman atraviesa atmósferas sin documentos. Jamás conoce la deportación, la explotación en sombra o el racismo soterrado. Su capa es el manto del privilegio migratorio: ser útil sin ser amenazante, servir sin exigir reconocimiento.

Nietzsche habría escupido ante este Übermensch domesticado. Donde el filósofo imaginaba un transgresor de moralinas, Superman se convirtió en perro guardián del Pentágono. Durante la Guerra Fría, su puño justificó intervenciones en nombre de la “libertad”, y su escudo en el pecho reflejó siempre la bandera estadounidense. Pero en Superman: Red Son (2003) se dinamitó este monolito ideológico: al caer de niño no en Kansas, sino en la URSS estalinista, Kal-El se transforma en instrumento del aparato soviético. Aquí no hay heroísmo intrínseco, solo pragmatismo del poder: el mismo dios alienígena que en Kansas defendía el capitalismo, en Moscú construye gulags para disidentes. El mito se revela como arcilla geopolítica, moldeable para cualquier imperio.

Esta hipocresía resuena en el Sur Global. ¿Qué es Superman desde Bogotá o Lagos sino la metáfora del intervencionismo? Un dios blanco que impone su moral sin consultar, decidiendo quién vive o muere desde el cielo, como un colonialismo con capa. Mientras los migrantes caribeños son apilados en centros de detención, él viola fronteras con impunidad celestial. Su fuerza le otorga lo que a otros se niega: ciudadanía por utilidad militar.

Los intersticios del mito han dado luz a sus monstruos más reveladores. En The Boys, Homelander es la pesadilla lógica del superhéroe patriota: un narcisista con rayos láser en los ojos, manipulador mediático y genocida emocional que besa bebés en público y asesina activistas en privado. Su existencia desnuda la verdad del poder superheroico al servicio del complejo militar-industrial: no hay ética bajo la bandera, solo espectáculo y dominación. Mientras, en Invincible, Omni-Man despliega la lógica imperial sin máscaras: durante décadas se hace pasar por protector de la Tierra, solo para revelar que su misión real era debilitar sus defensas para la invasión viltrumita. Su puño no castiga villanos, sino que aplasta ciudades enteras como “daño colateral” de la conquista. Ambos reflejan lo que Superman clásico ocultaba: que un dios con bandera es solo un soldado con licencia para matar.

En este paisaje desolado, otras reescrituras adquieren urgencia. El Superman moreno de Gods and Monsters, criado en la frontera México-Estados Unidos por jornaleros indocumentados, encarna la resistencia desde los márgenes. El Kal-El de Zack Snyder, visto con recelo por gobiernos y masas, personifica la paranoia ante lo foráneo incontrolable. Y la próxima reinvención de James Gunn insinúa la pregunta más incómoda: ¿y si la nave kryptoniana no fue un ataúd para un niño, sino un caballo de Troya para un conquistador? Esta sospecha no es ficción: es el mismo miedo que criminaliza a caravanas de migrantes, convertidos en “invasores” por discursos de odio.

Pero tampoco existe el superhombre. Ni el de Nietzsche ni el de DC Comics. Ambos son ficciones, invenciones del deseo humano de trascender su fragilidad. El Übermensch nietzscheano no fue jamás un destino alcanzable, sino una provocación filosófica, un espejismo arrojado al futuro para romper la sumisión a la moral de rebaño. Y Superman, su reflejo pop en capa y botas, es la versión ilustrada de ese mismo anhelo: ser más, elevarse, dominar sin culpa. Ambos son imposibles. Pero lo imposible tiene cuerpo en los mitos. Y los mitos, cuando se naturalizan, empiezan a decidir qué vidas valen la pena y cuáles no.

Lo que sí existe es el migrante: el que cruza fronteras sin vuelo, el que no tiene un planeta destruido detrás sino un país saqueado, el que no llega con capa sino con miedo, hambre o esperanza rota. Superman ya no puede esconder sus heridas. Homelander muestra su núcleo fascista, Omni-Man su vocación colonial, Red Son su vacuidad moral. Ninguno de ellos es real. Ninguno tiene cuerpo.

Lo que sí camina, lo que sí cae, lo que sí resiste, es el migrante. No necesita levantar aviones ni incendiar soles: basta con seguir andando. Pero incluso esa figura, cuando se convierte en emblema puro, corre el riesgo de volverse otra fantasía útil, otro objeto para la épica ajena. El migrante no quiere ser mito. Quiere ser humano.

Y tal vez la crítica más radical al superhombre no sea denunciar su poder, sino desmontar la necesidad de que exista. Porque mientras sigamos esperando salvadores, seguiremos ignorando a quienes solo quieren un lugar en la tierra que pisan. Y porque mientras el símbolo de la esperanza brille en el pecho de un dios, seguirá encubriendo la violencia que niega a millones la posibilidad de tener un hogar y una vida digna. ⚅

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[Foto: David Espino]

 
 
 

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