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Todos de ojos azules y cabelleras radiantes

  • María Fernanda Jiménez
  • 3 nov
  • 3 Min. de lectura

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Analizo mi vida motivada por las palabras de Chimamanda Adichie y lo que dice sobre los estereotipos que han influido en mi formación.

Cuando era pequeña, mi padre solía consentirme y brindarme un acervo formativo para las niñas de mi edad: películas de princesas protagonizadas por chicas cuyo lema era “puedes ser lo que quieras ser”. Sin darme cuenta, me encontré rodeada de pieles blancas, ojos claros, esbeltas figuras y radiantes cabelleras que, pasara lo que pasara, lucían perfectas. Idealicé mi concepto de la feminidad considerando que ser una mujer era eso: una damisela que encajaba en los cánones de belleza. La misión: forjar una historia de amor en que todo fuera color de rosa; un hombre atractivo y de la alta sociedad, dotado de una belleza apenas salvaje. La pareja perfecta.

Por años mantuve la idea de que debía ser como ellas para ser considerada hermosa y así conseguir al hombre que, si bien no sería un príncipe, tendría rubios cabellos y cristalinos ojos azules, coronado por una piel blanca y lechosa, o no valdría la pena. Más tarde fui tomando consciencia de mi entorno y me di cuenta de que la belleza es subjetiva y que ser una mujer no se reduce a ser hermosa. El ejemplo fue mi madre: ciudadana promedio, trabajadora independiente de oficios esporádicos, cuidadora de una familia a tiempo completo y dueña de una historia que, carente de magia, guarda para sus allegados la idea de perseverancia. Eso es una mujer: un ser humano con emociones más allá de la felicidad, formada por sus experiencias de vida y con una voz propia. Pero no solo ella: mi hermana también, una mujer que, siendo menor de edad, concibió un hijo sin estar casada, sin tener una educación plena y que aun así es valiente y aguerrida.

En mi camino a la pubertad fuimos a una fiesta, pero no a cualquiera: era la boda de mi tío, hermano de mi padre. Viajamos desde Chilpancingo hasta Chilapa, hacia Zitlala y finalmente Tlaltempanapa. En el momento de llegar a la iglesia donde se oficiaría la ceremonia, busqué el hermoso vestido blanco de novia, similar al que años antes había visto a mi madre, pero no había rastro alguno. Entonces vi a lo lejos, dirigiéndose al altar, a mi tía: no con un pomposo vestido blanco ni un largo velo, sino con un traje típico de Acateca, el cabello bien trenzado y varios collares sacudiéndose sobre su pecho. Esa boda fue única no solo por el traje: la misa fue oficiada en náhuatl. Las mujeres lucían trajes típicos y la música de viento recorrió el pueblo hasta la casa. Esa boda me dio una perspectiva diferente de lo que hasta entonces tenía por una boda.

Ya metidos en esto de los estereotipos, quiero confesar que en algún momento llegué a considerar que las personas de Tlaltempanapa eran inferiores, porque su territorio no estaba urbanizado, porque no había tiendas departamentales en donde hacer la compra y porque se podían notar rastros de tierra manchando sus ropas, y su piel tostada delataba su trabajo en el campo. Todo esto es visto de mala forma por mucha gente de la ciudad, influenciada por las telenovelas, la publicidad y demás herramientas colonizantes. Fue gracias a las charlas con mi padre, a las enseñanzas esporádicas en la escuela y a la convivencia con esas comunidades que me di cuenta de su autosuficiencia a la hora de alimentarse de su cosecha, bilingües todos en su propia tierra.

En mi adolescencia conocí la industria japonesa del anime: me topé con personajes de cabellos multicolores, ojos grandes, expresiones exageradas y cuerpos imposibles. Y la imagen de Japón como la urbe ideal, en especial para los colegiales. No puedo decir que lo he corroborado de primera mano, pero plataformas como YouTube y artículos de investigación me han dado una imagen diferente de lo que pensé que era Japón. Pues si bien es innegable el desarrollo del país y su riqueza cultural, nos damos de bruces con la tasa de suicidios debido a las demandas sociales y sus estándares de excelencia; o las personas que deciden encerrarse en sus hogares para no salir más; o los jóvenes que escapan de casa y vagan por las calles; o el acoso y la violencia hacia las mujeres. Y qué decir de la discriminación que hay hacia extranjeros y personas que no encajan en sus estándares de belleza, mismos que, de forma irónica, no son características de los japoneses, sino resultados de cirugías y técnicas de maquillaje a las que solo algunos tienen acceso. Ellos también tienen un ajeno y lejano ideal de belleza. ⚅

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[Foto: Carlos Ortiz]

 
 
 

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