Treinta años
- Armando Alanís Canales
- 7 jul
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Han sido treinta años. Tres décadas de mi vida y de la vida de Sofi. También han sido algunos años en la vida de tres de mis hijos, hasta que buscó cada uno su ruta. Pero voy a hablar, sobre todo, de mí mismo y de Sofi, de nuestras experiencias en este departamento que estamos a punto de dejar.
Esta ciudad es grande y variopinta. No es lo mismo vivir en Tepito que en Tlalpan o en Tláhuac o en San Ángel. A nosotros nos tocó vivir en la colonia Hipódromo. ¿Por qué se llama así? Porque hace años había aquí un hipódromo, que nosotros no conocimos sino a través de viejas crónicas o de la memoria colectiva. Es por ese hipódromo ya desaparecido que la avenida Ámsterdam, hacia donde da una de las ventanas del cuarto principal de nuestro departamento, tiene forma de óvalo. Se dice con razón que es una de las avenidas más bellas de la Ciudad de México.
Cuando llegamos a vivir aquí, poco sabíamos de esta colonia. O nada. Pronto nos enteramos de que una de sus no muy gratas peculiaridades era que estaba ubicada en zona sísmica, y que el terremoto del 85 la había maltratado bastante. Como habían pasado pocos años de aquel triste acontecimiento, los edificios y casas se habían devaluado; pronto recuperarían, con creces, su antiguo valor.
Hace treinta años, la Hipódromo, que forma parte en la práctica de la colonia Condesa, era territorio residencial. Ya había restaurantes, pero no tantos como ahora. Otra de las ventanas del cuarto principal da hacia la calle de Michoacán, y enfrente estaba y sigue estando el restaurante polaco Specia, cuyos precios no son para cualquier bolsillo. En el Specia, que fuimos a conocer recién llegados, el platillo estelar es un pato a l’orange realmente delicioso, aunque caro; puede pedirse para dos personas, a fin de que el presupuesto alcance.
En contraesquina de nuestro edificio estaba una tintorería, pero en algún momento desapareció para ceder su lugar al restaurante italiano Nonna. Enfrente, en la planta baja de otro edificio de departamentos, está ahora Frutos Prohibidos. Y al lado del Specia se abrió un restaurante francés que tuvo éxito, pero que por alguna razón duró abierto sólo algunos años. Han querido sustituirlo por otros restaurantes, cerrados al poco tiempo de inaugurarse.
Recuerdo que hace treinta años la zona restaurantera de la Condesa era, sobre todo, la de la calle de Michoacán, pero del otro lado del Parque México. Por allá estaba y sigue estando el SEP —restaurante tradicional, que misteriosamente sobrevive, aunque hace mucho que dejó de ser de los preferidos de la colonia. Más allá, hay un restaurante tras otro, como La Garufa, uno de los mejores. La Buena Tierra desapareció. Enfrente, pero ya en otra calle, está la vieja cantina El Centenario. Es la única cantina tradicional de la Condesa; los otros bares, modernos y exquisitos, son conocidos como antros. Había otra cantina tradicional, bastante sórdida, cerca de nuestro edificio, sobre Ámsterdam; llegué a visitarla, pero hace años que la cerraron. Ahora hay otro restaurante, justo al lado del Matisse, uno de los más apreciados comederos de la colonia. Parecería que el Matisse, dado su prestigio y su excelente cocina, seguirá ahí por años y años, pero uno nunca sabe.
Me he desviado un poco, porque yo sobre todo quería hablar del departamento que he compartido con Sofi todos estos años. Está más o menos igual que cuando llegamos, con algunos cambios. Por ejemplo, el colchón de nuestra cama ya no es el mismo, pues el viejo, algo desvencijado, lo sustituimos con el que nos regaló una amiga de Sofi, que estaba desocupando otro departamento y quería deshacerse de algunos de sus muebles. Los muebles de la sala, lo mismo que el sofá que está frente a la tele, los retapizamos. También retapizamos una mecedora y un silloncito que mi madre heredó de su tía Margoth y que nos regaló a nosotros. La mecedora ya no existe. El silloncito sí, está en nuestro cuarto, y suelo sentarme ahí para mirar por la ventana, a través de las ramas y hojas del hule de la banqueta, a la gente que pasa. Sobre todo a las mujeres. En esta colonia hay mujeres europeas, norteamericanas y sudamericanas realmente hermosas; también hay mexicanas que no les van a la zaga. Muchas muy jóvenes, vestidas con ropa ligera o muy ajustada, que permite admirar sus espléndidos cuerpos.
Cuando llegamos a este departamento, yo todavía no cumplía los cuarenta, y ya sentía que mi juventud se quedaba atrás. Estaba equivocado, por supuesto, pero no lo sabía. Aún no había tanto extranjero en esta colonia que, en realidad, son tres colonias tan juntas una con la otra como con resistol: la Hipódromo, la Hipódromo Condesa y la Condesa propiamente dicha. Las tres son conocidas, en conjunto, como la Condesa, o la Condechi, si es que nos sentimos encariñados con ella.
En ese tiempo había judíos patriarcales, vestidos siempre de negro, con trajes y abrigos gruesos, con sombreros de copa y largas y espesas barbas, y zapatos negros y relucientes. Las mujeres judías no se distinguían tanto como los hombres, pues vestían más o menos como todos los demás vecinos. A leguas se veía que estos judíos eran dueños de todo el dinero del mundo. Pasados algunos años, se mudaron, no sé por qué, a Polanco.
Ahora bien, había un judío más o menos de mi edad que estaba lejos de ser un hombre rico. Era casi un pordiosero. O un pordiosero, sin más. Se llamaba Artemio. Vestía trajes muy usados que, supongo, le regalaban parientes económicamente más afortunados. ¿Dónde dormía? No en la calle, pero sí en una especie de albergue que compartía con otras personas, y donde no tenía acceso a un cuarto de baño. En consecuencia, no podía bañarse. Sólo cuando se hacía de unos doscientos pesos, aprovechaba para meterse por una noche a algún hotelito de la Roma, se daba un buen regaderazo y lavaba su ropa en el lavabo para ponerla a secar en el alféizar de la ventana. Nos hicimos amigos.
Para subsistir, Artemio recogía cartones en los basureros públicos y los cortaba en pequeños rectángulos, donde dibujaba y pintaba las que él llamaba “pinturitas”. Las vendía a veinte o treinta pesos; lo que le quisieras dar. Eran dibujos coloreados de mujeres desnudas.
—A mí me gustan las mujeres —me dijo en una ocasión—, pero no se me acercan por mi olor.
Un día de diciembre, en que mi mujer se había ido a Celaya a pasar la Navidad con sus parientes, otro amigo, Cirilo, tocó a la puerta de mi casa. Lo acompañaba Artemio. Los pasé a la sala y, tomando la guitarra de Sofi, nos pusimos a tocar y cantar algunas canciones. Artemio reía y reía, feliz de la vida. Ahora que ya no ronda por la colonia ni sé nada de él —temo que haya muerto—, me congratulo de haberle proporcionado a aquel vagabundo un par de horas de felicidad. Padecía de hidrocefalia, según él mismo me contó.
También me contó que, muy joven, estuvo en La Esmeralda tomando clases de pintura, pero no llegó a graduarse. Yo lo llamaba El Judío Errante. Merodeaba por las calles de la Condesa, vendiendo sus pinturitas. De vez en cuando le compraba alguna y le daba a cambio un billete de veinte.
—La próxima vez, Gregorio, que sean más de veinte pesos —me decía él, pero yo sabía que si le aumentaba la tarifa, cada vez iba a querer más dinero.
Me gustaba ayudarlo, pero no podía hacer mucho para solucionar su precaria situación. Ya no está El Judío Errante. Desapareció, como han desaparecido tantos restaurantes de la Condesa, que son rápidamente sustituidos por otros. ¿Por qué cierran los restaurantes? Porque no pueden competir con otros más solicitados o porque sus ganancias no les alcanzan para pagar la renta, que debe ser altísima. La Condesa sigue siendo un lugar excelente para poner un restaurante, pero la competencia está dura.
En nuestro departamento estuvo viviendo con nosotros, por año y medio, un amigo al que no le cobrábamos hospedaje: Samuel Noyola, poeta de Monterrey, que no tenía ni quería tener un trabajo fijo. ¿Qué le gustaba a Samuel? Escribir poesía, leer, vaciar una caguama tras otra y hacer el amor. Tenía mucho éxito con las mujeres, sabía tratarlas y era, además, un hombre apuesto y singular.
—¡Las mujeres me aman! —me dijo una vez.
Pero sus amoríos no le podían durar, porque le faltaba dinero como para invitar a una chica a un restaurante, ya no digamos para llevarla a un hotel. Pero se las ingeniaba para que fueran ellas las que pagaran todo, al menos por un tiempo. Un día, Sofi se molestó con él y lo corrió de la casa. Desde entonces, Samuel se convirtió en un vagabundo, más o menos como Artemio. Consiguió algún trabajo como portero en un antro, pero al final dormía dentro de un coche destartalado, que era propiedad de uno de sus amigos. Samuel era muy apreciado en el medio literario como uno de los mejores poetas jóvenes.
—Soy el mejor poeta de mi generación, me tocó a mí —me dijo una noche, en el bar de un Sanborns.
Ahora Samuel está desaparecido, como Artemio.
¿Por qué nos disponemos a dejar este departamento? No tendríamos que hacerlo, pues se trata de un lugar grande y muy bien ubicado. Es verdad que el edificio ya es viejo, y que el terremoto del 17 le afectó, aunque no lo dejó inservible, como le pasó a otros edificios de la colonia y de colonias aledañas. Es una construcción sólida, que, además, fue reforzada luego del terremoto del 85. Tiene unos sesenta o setenta años. Está algo deteriorado, pero no mucho, y puede durar otros treinta o cincuenta años. O más. No se puede decir que se esté cayendo.
—Es necesario que nos cambiemos —me asegura Sofi, y agrega que durante todo este tiempo hemos estado acumulando cosas y cosas, muchas de ellas inservibles o inútiles. Recuerdos que ya no nos recuerdan nada. Hay que deshacerse de todo ello, porque el nuevo departamento será más chico. Pero también porque hay que saber desprenderse de las cosas, de los famosos apegos. En cuanto a mi biblioteca, tendré que hacer una cuidadosa selección.
Este lugar ya nos queda grande. Queremos, cuando pasamos de los sesenta años de vida y nos aproximamos a los setenta, un departamento más pequeño, pero también nos vamos para introducir en nuestras vidas un necesario cambio. A nuestra edad, tanto Sofi como yo estamos bien de salud. ¿Cuántos años de vida nos quedan? ¿Durante cuánto tiempo más estaremos bien de salud, tanto física como mental? No lo sabemos. Del futuro próximo nada sabemos. Hacemos planes y esos planes se desbaratan por diversas circunstancias y contrariedades o nosotros mismos los cambiamos por otros.
Así somos los humanos. ⚅
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[Foto: David Espino]







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