Tristeza
- Juan Fernando Covarrubias
- 15 sept
- 3 Min. de lectura

La tarde del día en que murió mi padre, en agosto de 1997 (año en el que también nevó en Guadalajara), me rasuré por primera vez. Tenía 17 años y unos cuantos brotes de pelos en las mejillas, dispersos como línea de asquilines que pierde su formación. No había mucho qué hacer ahí, pero se lo debía a él, que me lo había pedido días antes. Recuerdo que fui hasta el baño de la planta alta, apenas al subir la escalera, y mientras miraba la espuma ya untada en las mejillas me llegaba el rumor de los rezos en la sala de abajo, algún que otro quejido o llorido lastimero, y el amordazado impasse de silencios entrecortados. Y luego, al poco rato, brotaba la voz de un tío, de un vecino, la de alguien que saludaba, que ofrecía café y cigarros…
Mi rostro seguía ahí en el espejo mientras percibía con rechazo el aroma de la cebolla morada —esa que antes se colocaba en rodajas en un plato debajo del ataúd para disminuir o inhibir el posible mal olor del muerto— y el hermetismo propio de la tristeza y el recogimiento. Imaginaba el desfile de gente para asomarse al cajón, para susurrarle unas palabras al cadáver, a mi madre, a mi abuela, y luego, callados, tomar su lugar o salir al patio o a la calle a incorporarse a algún grupo de amigos, vecinos o familiares. Porque ésa es su mecánica, el proceso del rito: ofrecer condolencias, palabras, un abrazo y, al fin, acompañar en silencio, a la distancia o como parte de un grupo que conversa sobre cualquier otro tema, menos de la muerte.
Nunca he podido asomarme a ningún ataúd sin sentir —¿un rechazo, cierta repugnancia?— que nada tiene que ver con el muerto y que atribuyo a mi desacuerdo con el mundo: uno no debe alterar el descanso de quien ya no respira, porque nunca se está tan bien como en ese abandono de la muerte. Por eso, lo de mirar esa última imagen del fallecido ya no lo hago cuando asisto a un velorio. Al fin que aquélla o aquél al que se mira, de algún modo, ya se fue, ya no está ahí, ya no es el que reposa en esa caja. Y más de una vez he tenido desacuerdos, discusiones por esto: no trato de conminar a nadie a que no lo haga, pero sí han querido obligarme a ello.
A la distancia del tiempo veo que la cuestión de esa primera rasurada, más que de cumplir una última voluntad, se trató de un gesto inútil para tratar de apaciguar la rabia, el desencanto, el dolor; el no entender la muerte, por qué sucede, qué trae consigo, qué sigue para el que se queda en el largo caminar de los minutos y los días. No logré gran cosa al rasurarme, ésa es la noticia. O sí, porque al final me hice dos cortes: uno debajo de la barbilla, que sangró profusamente, y otro en la mejilla izquierda, un centímetro a distancia de la oreja. Usé el rastrillo de mi padre (que heredé por silencio u omisión), de ésos a los que se les insertaban las hojas de afeitar.
En todo caso, “la tristeza ante la muerte ajena no es por el muerto, es por uno mismo”, como dice Mario Levrero —no recuerdo si en sus apuntes o en alguno de sus cuentos. ⚅
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[Foto: Paul Medrano]







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