Un libro cada quien
- Adriana Alvarado Lozada
- 24 nov
- 2 Min. de lectura

En ocasiones creemos que los recuerdos están solo en nuestra mente; sin embargo, hay una edad como la mía en que la vida nos muestra el pergamino que hemos escrito en la conciencia. No es en un rincón de la memoria alojada en las células del cerebro, es algo más fuerte.
Vuelvo a salivar cuando recuerdo las tazas llenas de atole de cacao de la tía Flora, el olor del mole rojo que salía al reventarse las burbujas en la cazuela, mientras María le movía con la cuchara de palo para que agarrara el sazón.
Pimienta para la calabaza con elotes y piloncillo, epazote para el pipián verde, omequelite para el chilposo de espinazo y ese extraño olor a campo que salía de la olla de los tamales por la hoja de papelillo.
En mi pueblo, cuando se construyen los arcos con flores de cempasúchil para el Día de Muertos, se vuelven a escribir los epitafios con los recuerdos. Entonces las ancianas oran y lloran, las mujeres recordamos los consejos de nuestras madres para ofrendar, no solo en el altar sino en la vida. Los hombres llegan con las hojas verdes del tepejilote que les ha regalado el espíritu del monte.
Los recuerdos, a mi edad, vienen para dictar una frase en la construcción del muro de una historia que se enreda como el bejuco con las historias de tantas otras almas. Allá donde el olor de las mandarinas se revuelve entre las casas de los vecinos, donde la ida al río es el plan perfecto para divertirse, donde desayunar unos plátanos fritos y café negro no tiene comparación.
Y no escribo lo que recuerdo, escribo lo que soy: chorrera de río, trino de pájaro, olor a jobo y a cedro, cocina de mis ancestros, leña del monte. Eso que somos en esta edad es lo que viene de allá, del lugar que nos hace ser libro. ⚅
_________
[Foto: David Espino]







Comentarios