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Una llave mágica

  • Adriana Alvarado Lozada
  • 5 may
  • 3 Min. de lectura
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Un día en casa puede parecer algo tan común en estos tiempos, en los que hasta se puede hacer home office, es decir, se pueden producir ganancias monetarias sin tener que salir de la vivienda. Como madre soltera, mi día comienza con el ajetreo de la cocina, sin importar si es laborable o de suspensión oficial. Durante la pandemia por Covid19 —cuando, según las estadísticas, hubo quienes enloquecían por el encierro—, también hubo quienes disfrutaron de la tranquilidad de su casa, satisfechos del silencio, la seguridad, la temperatura y el olor de sus viviendas. Mi hija, que ahora es una adolescente de catorce años, estuvo en el encierro cuando tenía entre nueve y diez; su hermano, entre siete y ocho. Les presenté el internet como una forma de aprendizaje, de solución a problemas, de búsqueda de temas de interés. Ellos encontraron una puerta al mundo. Con sus ojos libres y sagaces de la infancia, expandían su mirada para hincar conexión con la dimensión desconocida de lo que significa la creatividad humana.

Sin las vendas que da la domesticación educativa, y con solo una escasa vigilancia de su madre —que además era casi una analfabeta digital—, se tendían en la navegación por la red, picándole por aquí y por allá al celular de memoria reducida. Enviar tareas a Classroom les quitaba unos minutos; leer un poco para agilizar la habilidad, otros minutos de su día.

Mucho tiempo más lo dedicaban a jugar y hacer grabaciones: videos de bromas, retos del brinco más alto en la cama, videos de sus queridas mascotas mientras las alimentaban o las buscaban porque se habían fugado de su jaula para hacer un agujero en el colchón, o de la tortuguera, para esconderse en un rincón detrás de un buró. La casa estaba llena de risas, el refrigerador se vaciaba y las visitas al frutero duraban toda la mañana.

Unas horas más explorando las plataformas y redes sociales a las que pudieron tener acceso porque me pedían mi contraseña mientras yo estaba distraída intentando terminar un proyecto de mi planeación en el trabajo. Ignoro cuánto pudieron ver; por supuesto que ignoro cómo lo vieron sus ojos infantiles, qué les divertía tanto, qué les parecía importante.

Empezaron las prohibiciones y también el control de sus visitas a sitios que no me parecían. Cuando descubrí que hacían videos y los subían a TikTok, les manifesté mi desacuerdo, con el argumento de que era un riesgo exponerse tanto a la vida pública. Aprendí mucho de las herramientas digitales, de las aplicaciones, de las tiendas en línea. Jamás pude diseñar o crear algo, pero la necesidad de no sé qué me puso en la obligación de deletrear la inteligencia artificial.

Aún me cuesta disfrutar la inmediatez de la actualidad. En mi vida diaria, necesito la vitalidad que me da leer un texto impreso, pelearme con el manipuleo de las hojas y regañarme porque no supe dónde lo dejé unos minutos antes. Me gusta detenerme a leer en los muros de Facebook los textos que ocupan varios minutos, y prefiero las citas en persona que recibir un like por una fotografía.

Veo crecer a mis hijos en el océano de la información, este océano de corrientes inesperadas que en ocasiones nos acerca y en otras nos aleja. Veo que se llaman de una forma en su acta de nacimiento, otra en su canal de YouTube, otro nombre en su Instagram. Además, usan palabras extranjeras abreviadas o siglas para hablarse con sus amistades. Creadores de un lenguaje solo para ellos, hacen de la léxica una estructura cada vez más flexible, más desencasillada, espontánea. Sin duda, creo que ocurrió algo similar en generaciones pasadas, solo que ahora fluye a la velocidad de los megabits por segundo.

Aquí, vivo cada día con las sorpresas de la red. Las tendencias y los influencers agarraron mis paradigmas y estereotipos para hacerlos pedazos en mi cara. Aquí sigo en la vigilia que ofrece toda madre que educa: para tomar esas tendencias, extenderlas en la mesa de los sacrificios basada en mi construcción de valores críticos y el respeto, sacar toda la sustancia positiva, extraer lo bueno —que siempre algo debe haber— y continuar aprendiendo. Porque en un día común, la llave mágica, para mí, es no dejar de aprender. ⚅

[Foto: Carlos Ortiz]

 
 
 

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