
Puede uno caer en el vacío como el sol de todas las tardes o el agua que llueve por la noche. Puedo aspirar la delgada línea de la felicidad por error, inventar una ciudad sin luces a orillas del mar o sentarme en una montaña pequeña, bajo un árbol, para mirar el horizonte como en las caricaturas. Acariciar al perro que siempre nos acompaña, ese dios pequeñito que espanta las penas al abrir la puerta. Al perro le digo que estoy triste, que estos días no han sido buenos, que me duele con frecuencia el pecho, que me puede la memoria. Él mueve la cola, imagino que me anima y me dice que el reloj dará la vuelta. Me sigue por la casa y se pega a mis pies, anda como si la alegría del mundo cupiera en sus patas. Me quito los zapatos y él los muerde. Falla en su intento de llevarlos a donde pertenecen. Me quito la camisa, abro el cinturón, me mira, entonces le digo que salga un momento de la habitación. Se va, pero regresa antes de que cualquier cosa suceda. Me pongo las sandalias. Su juego está en las suelas de los zapatos, en las agujetas de los tenis, en morder todo lo que ve y huele; seguir su pelota, arrastrar la franela.
Enciendo la televisión y él me mira a los ojos como el hijo que demanda atención, Vikingos en la tele. Se ha quedado solo en casa y sabe que falta poco para dormir. Le acaricio las orejas, se gira en el piso patas arriba: mis dedos en su panza. Vikingos en la tele, sangre por todos lados. Vuelve a ponerse frente a mí y me ladra de un modo que ya entiendo. Le pregunto qué pasa y me responde. Está bien, protesto. Veo su plato, no ha comido. "Comer es bueno para tu salud", le digo, él me ladra. Del refrigerador extraigo mermelada, la unto en un pan tostado, sirvo un vaso de leche. Le digo sí, que comeré con él, pero tiene que terminarse las croquetas. Va por toda la casa, la alegría del mundo cabe en sus patas. Se resbala, muerde mis pies, va a su plato, regresa a la puerta, gente en la calle, ladra, ladra para saludarlos, corre.
Vikingos en la tele, frío por todos lados. Descanso en un sillón y me sigue, luego de comer decidimos descansar. Se acerca y le acaricio la cabeza, mueve la cola; acaricio su panza, se contonea completo. Hay algo de tranquilidad en verlo quieto, poner su cabeza gris entre sus patas y dormir. Puedo caer en el vacío, sentir pánico por los años, arrepentirme tantas y tantas veces por no aprender a decir no, por desconocerme de un modo que me asusta, hasta que le abro la puerta y la felicidad del mundo cabe en sus cuatro patas. Otra temporada ha comenzado, Vikingos en la tele, muertos por todos lados. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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