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Viñetas de la tarántula

  • Juan Luis Nutte
  • hace 1 día
  • 6 Min. de lectura
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Mamá Helen

A finales de los noventa, Citlali Guerrero, que fue mi compañera del diplomado de Creación Literaria de la SOGEM, me invitó a un encuentro de escritores en Acapulco llamado “El sur existe, a pesar de todo”. Yo estaba dando mis primeros pasos en el mundo literario y publicaba con regularidad en el suplemento cultural El Búho del Excélsior.

Durante ese encuentro, el primer miembro de La Tarántula que conocí en la playa, durante un descanso, fue Carlos Ortiz. Él dice que no fue así, pero yo estoy seguro de que fue allí donde me enteré de que formaba parte de un colectivo: La Tarántula Dormida. No recuerdo que platicáramos más o, mejor dicho, no recuerdo nada más allá de su presencia nerviosa y su melena oscura, que se agitaba con el salitroso aliento del mar acapulqueño.

La última noche del encuentro nos reunimos en la terraza de la posada “Mamá Helen”, donde nos hospedamos varios escritores. El hotelito lo regenteaba una jamona francesa, gran amante de los gatos.

Allí nos reunimos: Carlos Ortiz, Citlali Guerrero, Salvador Bretón, Jesús Vicente García y Jesús Bartolo. Todos estaban fascinados por los gatos que nos rodeaban, maullando y ronroneando entre nuestras piernas. Yo me sentí mortificado; trataba de ocultar mi alergia por esos bichos, no quería ser ingrato con la hospitalidad de Mamá Helen. Pero llegué a un punto en que era imposible y estornudé una y otra y muchas más veces.

Una vez resignado a tolerar a los felinos, y gracias a que la cerveza y el mezcal fluían constantemente y adormecían los efectos de mi alergia, empezamos a conversar sobre las pocas o casi nulas oportunidades que las autoridades culturales daban a los escritores guerrerenses para publicar y promocionar su trabajo, ya no a nivel nacional, ¡sino municipal o estatal! Por eso mismo, me contaron que un grupo de jóvenes, entre ellos Charly Ortiz, en Chilpancingo habían conformado el colectivo La Tarántula Dormida, que justo comenzaba a hacerse notar con sus actividades literarias: talleres y publicaciones.

Al día siguiente, me desperté con una multitud de gatos en mi cama. Mis compañeros de habitación, Jesús Vicente y Bretón, juraban que, en un rapto de amistad felina, yo los había “secuestrado” y obligado a pasar la noche conmigo. No les creí, o lo dudé mucho, porque la borrachera había sido tremenda. Tal vez, en un acto irresponsable, antiterapéutico para mi salud y de reconciliación con los mininos, quise acogerlos. Realmente no sé para qué. La consecuencia, eso sí, fue terrible: ojos hinchados, lacrimosos, la garganta cerrada y una rinitis persistente que hizo casi imposible superar la resaca.

Pero los gatos se encariñaron. Me seguían a todos lados.

—Pues qué les ha dado, ¿eh? ¡Y dices que no te agradan! —decía Mamá Helen, sorprendida por el cambio de querer de sus gatos. Ella no dejaba de soltar la frase, evidenciando sus celos hacia mí.


La feria y el chamoy

Al inicio de los años 2000, Enrique Montañez y yo fuimos invitados a participar en la primera feria del libro en Chilpancingo. Este evento fue un precedente fundamental para la difusión de literatura por medio de organizaciones ajenas al gobierno y a las dependencias culturales del estado de Guerrero. Por supuesto, la organización estuvo a cargo de La Tarántula Dormida.

El evento se distinguió por invitar a diversas editoriales y revistas contraculturales. A Montañez y a mí nos invitaron para promocionar Cuiria, una revista literaria independiente que coordinábamos. Habíamos obtenido un par de becas Injuve y Edmundo Valadés, y con estos apoyos pronto Cuiria se había posicionado en la escena nacional de las publicaciones independientes. También íbamos a presentar la antología Más vale sollozar afilando la navaja, que editamos con el sello de la revista. En esta compilación estaba incluido Carlos Ortiz, junto a otros poetas ahora reconocidos a nivel nacional. En la feria coincidimos con las revistas Generación, Guillotina, Molino de Viento y Atrás de la raya, revista del colectivo La Tarántula Dormida.

Mientras esperábamos a que algún transeúnte curioso se acercara a nuestros stands, hacíamos pasaderas las tardes conversando entre expositores y bebiendo un mejunje insuperable: raspado de hielo con chamoy, tamarindo, mezcal y cerveza. Le hicimos la venta al vendedor de raspados durante una semana entera.

Estas tertulias rociadas de chamoyadas fueron encuentros e intercambios literarios espléndidos entre revistas y escritores. Allí concertamos colaboraciones literarias para nuestras revistas y conocimos a Federico Vite, Paul Medrano, Ulber Sánchez, Kosovi Ocampo, Sandy Robles y Erick Escobedo El Demón. Todos, menos Vite, eran miembros del colectivo La Tarántula Dormida.

Para cerrar, recuerdo que La Tarántula había convocado a un concurso de cuento llamado “Iliana Huicochea”, del cual tuve el honor de formar parte del jurado junto con Eduardo Osorio. Los ganadores de ese certamen fueron Sheila Alcaraz y Edgar Pérez Pineda.


¡Oleeeeee!

Al finalizar las tardes durante esa semana de feria, los escritores y expositores éramos convocados en un lóbrego bar llamado La Máscara. Su barra circular, ubicada como una isla al centro del antro, irradiaba una luz líquida desde sus repisas, aclarando el humo del tabaco. Este humo otorgaba a la atmósfera del bar un aspecto espeso, como si estuviéramos adentro de un gran sahumerio. La opacidad del lugar apenas era rasguñada por las luces negras y de neón. La constante estridencia de voces y música hacía imposible la conversación; era necesario gritar y beber, lubricar la garganta con litros y litros de cerveza que, milagrosamente, nos ayudaban a vocalizar nuestras charlas a gritos.

Allí, en ese antro, Charly, Paul, el Demón y Ulber nos fueron informando de las actividades de La Tarántula. Convocaban a talleres literarios, invitando a escritores foráneos para impartirlos, entre ellos Eduardo Osorio, de Toluca; Armando Alanís, de Coahuila; y Juan José Rodríguez, mazatleco. También publicaban sus poemas o cuentos en el semanario Trinchera, publicación de corte político, donde tenían un espacio dedicado a la literatura llamado Bala perdida. Este espacio fue uno de los únicos medios independientes que acogió a muchos escritores jóvenes y con trayectoria de Guerrero y de diversas partes del país durante los varios años que duró la publicación.

Durante alguna de esas charlas alharaquientas tuve la urgencia de aliviar la vejiga, que ya era una cisterna rebosada de cerveza y no podría soportar más. La fila afuera del baño para poder pasar a echar una meada era tan concurrida como las que se crean ahora afuera de los Bancos del Bienestar. La fila avanzaba con lentitud, así que decidí entrar. No me importó que me reclamaran por no esperar mi turno, me salté la fila y entré al miadero.

—Si vas a querer mamada tienes que formarte, papi, ¿o qué, ya te urge, bebé? —me dijo un tipo moreno y maquillado con brillos. Su voz, gruesa y amanerada, era imponente, rotunda, y me intimidó.

El tipo estaba sentado sobre la tapa de un retrete; desde allí despachaba a los que esperaban en la fila.

—¡Qué… no! Me voy a miar, solo voy a miar —exclamé.

No quería que me viera orinar, busqué un baño desocupado y allí me alivié.

—¡Ay, papi! Pues ¿para qué te formas? Esta fila es solo para mamadas. Ahora te chingas, ¡trae acá! —me paró el tipo cuando me vio salir.

Yo lo esquivé, y todos los de la fila me aplaudieron al tiempo que gritaban: “¡Oleeeeee!”.


El dinosaurio

Al día siguiente, en plena feria, los rumores corrieron como cucarachas espantadas: ¡Carlos Ortiz estaba extraviado!

Las teorías se dispararon. Algunos aseguraban que se había ido a seguir la borrachera en el departamento de Paul Medrano. Otros, que la policía lo había llevado a galeras tras sorprenderlo caminando y meando cerca del zoológico de Chilpo. Unos más afirmaban que su esposa lo había castigado y le había prohibido salir. Y los menos, los que conocían al empleado responsable, sostenían que él siempre cumplía y que, a pesar de la cruda, ya estaría en la oficina. Las lucubraciones eran incontables, y Charly no daba señales de vida.

A media tarde, tal vez pasadas las dos o tres, algunos integrantes de La Tarántula Dormida empezaron a repartir unos escapularios. La efigie “non sancta” en la estampita era la de Erick Escobedo, El Demón. Un cofrade del colectivo las había mandado a hacer para que este nuevo beato intercediera y trajera de vuelta a Carlos Ortiz a la feria.

El milagro no se hizo esperar. Cerca de las seis de la tarde apareció Charly. Su nivel de embriaguez era equivalente al de la noche anterior. Nos contó que, en algún punto de su borrachera, decidió dormir bajo la barra para recuperar fuerzas. Cuando por fin logró reanimarse, se percató de que estaba rotundamente solo, incomunicado en el bar, pero con un arsenal de bebidas a su disposición. Mientras esperaba a que alguien abriera el lugar, no tuvo más remedio que beber…

Lo innegable es que fue un digno representante de Monterroso: porque cuando despertó, el Charly seguía allí. ⚅

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[Foto: Irene Tornez]

 
 
 

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